domingo, 14 abril 2024

La memoria

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Hace 40 años, el 10 de noviembre, agentes estatales vestidos de civil asesinaron al profesor Reynaldo Escalante en Zacatecoluca, La Paz; lo mismo hicieron con su colega Pedro Ortiz Peña. Igual, el maestro Ricardo Ernesto Chigüila fue sacado de su casa por sicarios similares y su cadáver apareció con señales de tortura; este hecho criminal ocurrió en Atiquizaya, Ahuachapán. Los tres educadores de nuestra niñez y adolescencia, fueron unas de las tantas víctimas mortales de ese día. ¿Quién los recuerda cuatro décadas después? Probablemente solo sus familias… quizás sus amistades cercanas, no más. Estas ejecuciones ilegales y arbitrarias, ocurrieron en la víspera del inicio de la confrontación bélica; eran días en los que sonaban, ensordecedores, los tambores de guerra.

El 10 de junio de 1994, a poco más de dos años de iniciada la prolongada posguerra salvadoreña y a plena luz del día, integrantes de un escuadrón de la muerte dirigido por un detective que pasó de la Policía Nacional a la naciente Policía Nacional Civil, la entonces prometedora PNC, mataron a Ramón Mauricio García Prieto Giralt. El 2 de septiembre de 1995 un grupo de agentes uniformados de esta entidad surgida de los “acuerdos de paz” vapulearon y asesinaron a Manuel Adriano Vilanova Velver, universitario de 25 años de edad. Y el 4 de enero de 1996, al final de una persecución digna del “viejo oeste”, no en diligencias y caballos sino de un vehículo policial a otro particular, un adolescente desarmado y herido que estaba en el lugar y el momento equivocados ‒William  Antonio Gaitán Ayala‒ fue ejecutado con el llamado “tiro de gracia” disparado por un agente supernumerario de la PNC.

Al igual que en los casos de los profesores asesinados hace 40 años, es muy posible que estos jóvenes fallecidos violentamente solo sean recordados por sus familias y amistades; quizás también por algunas personas que en ese entonces veían a sus madres en los medios denunciando y reclamando verdad y justicia, como tantas otras que perdieron a sus hijos o hijas antes de la guerra y durante esta. No obstante, en esa época ‒hace un cuarto de siglo‒ El Salvador era “ejemplo” mundial; al menos, así lo promocionaban Naciones Unidas y los firmantes de sus convenientes acuerdos.

Seguramente, la inmensa mayoría de quienes nacieron a mediados de la década de 1990 y durante los años posteriores no sepan nada de estos tres crímenes que, ya en “paz”, mantenían presente un pasado reciente de horror y comenzaban a echar por la borda la ilusión que acaba de surgir: la de un país adonde se respetaban los derechos humanos. Eso sí, entre la juventud que hoy habita El Salvador profundo se han sufrido o conocido ‒con dolorosa certeza‒ graves violaciones de derechos humanos cometidas por miembros de ese cuerpo de seguridad, que tantas expectativas generó en sus inicios.

Surge entonces la pregunta que mucha gente se hizo, se hace y se hará mientras no se superen los males estructurales generadores de violencia que azotan a nuestras mayorías populares: ¿valió la pena la pena tanta víctima inmolada entre 1970 y 1992 si en la posguerra se siguió derramando sangre, aguantando hambre y garantizando impunidad? La respuesta no puede otra ser más que un rotundo sí. Basta, para ello, volver la vista atrás y saber en qué país vivíamos. La Comisión Interamericana de Derechos Humanos, tras visitarlo en 1978, concluyó que existía una “tremenda concentración de la propiedad de la tierra y en general del poder económico, así como del poder político, en manos de unos pocos con la consiguiente desesperación y miseria de los campesinos, los que forman la gran mayoría de la población salvadoreña. Estas condiciones sociales y económicas explican, en buena medida, graves violaciones de los derechos humanos que han ocurrido y continúan ocurriendo en El Salvador”.

Terminada la guerra no se superaron ni la desigualdad ni la exclusión pero sí la persecución, los asesinatos, las detenciones ilegales y las torturas, las desapariciones forzadas y el exilio por razones políticas. Al haber dejado atrás lo segundo, el futuro era inspirador y lleno de optimismo pues estábamos ante la oportunidad y la posibilidad de cantar victoria ante lo primero. Pero no. Quienes debieron promover el bien común y la participación popular para intentar alcanzarlo desde hace casi 30 años, no lo hicieron y ahora estamos como estamos: sin salir de lo primero y con posibilidades de volver a lo segundo, nuevamente por razones políticas.

Para no tropezar con la misma piedra hay que rescatar, conocer y aprender de esos episodios de nuestra violenta y penosa historia; con sus héroes y mártires, con sus victimarios y traidores. Para ello necesitamos ‒¡aleluya Sabina!‒ “[r]ecuperar de nuevo los nombres de las cosas. Llamarle pan al pan, vino llamarle al vino; al sobaco… sobaco, miserable al destino y al que mata llamarle de una vez asesino. Nos lo robaron todo, las palabras, el sexo, los nombres entrañables del amor y los cuerpos, la gloria de estar vivos, la crí­tica, la historia… Pero no consiguieron robarnos la memoria”.

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Benjamín Cuéllar Martínez
Benjamín Cuéllar Martínez
Salvadoreño. Fundador del Laboratorio de Investigación y Acción Social contra la Impunidad, así como de Víctimas Demandantes (VIDAS). Columnista de ContraPunto.
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