La Lindavista: El exilio y los exiliados

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Quito fue reducto y referente de los exiliados salvadoreños, se convirtió en lugar de terapia para asustar los demonios colectivos y bar de borracheras divertidísimas. Fiesta continua y vergel de reflexiones.

Al tiempo llegaron mis hermanos Mario y Julián además de mi hermana Nora y mi cuñado Guillermo.

Un amigo familiar muy querido, Filipo, vivió una temporada con nosotros, tenía una imprenta que le trabajaba a Editorial Diana y a Edivisión, me regalaba libros y pruebas de portadas. Años después fui su colaborador y aprendí algo de ese mundo alucinante de la impresión.  

Entre los que residíamos  ahí y las visitas llegamos a convivir, por momentos, más de treinta todos gritones y beligerantes, todos salvadoreños.

Romeo y Vladimir, cojutepecanos asiduos de Quito, aseguraban haber sufrido nevadas intensas en el Cerro de las Pavas, la comunidad resolvió comprarles a cada uno un par de esquís para nieve para que pudiesen ser pioneros de ese deporte en El Salvador cuando concluyera la guerra.

Otro asistente regular, mi padrino Jorge, buscaba refundar su periódico en El Salvador a la primera oportunidad que se le presentara. Periodista de estirpe, de larga tradición familiar, atesoraba los lentes de Monseñor Romero como reliquias y preparaba su libro con el que documentaba todo un siglo de represión del estado salvadoreño. Le causó un gusto enorme que una década adelante me incorporara a un diario fundado por su abuelo.     

Recuerdo las discusiones, muchas veces acaloradas entre ex diputados, ex guerrilleros, empresarios, periodistas, estudiantes y ex ministros todos tenían sus razones fundamentadas y válidas, afloraban sus traumas y el amor por regresar a la madre patria.  

Al departamento de arriba se mudó un japonés que trabajaba en el Sistema de Transporte Colectivo (Metro), apenas balbuceaba el castellano y hablaba muy poco inglés,  los vecinos le atribuyeron el olor a petate quemado que impregnaba diariamente las escaleras y áreas comunes, la peste era tan fuerte que invadía el departamento, uno nunca sabe de esas milenarias costumbres orientales tan raras y ajenas.

El japonés me obsequió la señalética identificadora de las estaciones del metro de las cinco líneas existentes, eran plásticas alargadas y con la iconografía en relieve. Las colgué en las paredes de mi recámara, que a estas alturas estaban adornadas con posters de los Beatles, portadas de libros, cabinas de avión y la famosa fotografía en contornos del Che Guevara con la carta a sus hijos.

Julieta bautizó mi cuarto como “la leonera”, mi hermana era pilar fundamental en la dinámica del departamento, su sensibilidad y enorme corazón le permitieron servir de mediadora entre tanta mente herida, había bastantes.

Eduardo, el doctor, era una figura respetadísima entre exiliados, intelectual de primera línea, se desempeñó como ministro y tuvo que renunciar por ética e integridad ante tanta matanza. Dada mi minoría de edad mi padre le otorgó un poder como tutor para efectos y consecuencias legales.

Don Jorge, un argentino exiliado por la triple A, que atendía la Tlapalería El Gato me ofreció un empleo por las tardes como dependiente de la ferretería, acepté y como me pagaba los sábados me hice de una colección de discos, libros y cassettes considerable. Me encantaba ganarme mi dinero y lo juntaba con el que me daba mi padre.

El Distrito Federal es una ciudad con muchas opciones culturales y en mi tiempo libre iba a la Cineteca y al Elektra y al Bella Época en donde programaban ciclos de cine mundial, fue ahí donde conocí cine de arte y alternativo, asistí a muestras hasta el hartazgo con mis amigos Mario y Santiago que conocí en el Tepeyac.

Con ellos también íbamos a  intercambiar discos en el tianguis del Chopo los sábados y formamos parte de la generación pionera que hacía uso de este sitio medular de la contracultura nacional.

Otra de mis aficiones era cenar tacos en La Parrilla Chicana, su propietario había regresado con un dinero ahorrado de cuando se fue de espalda mojada al otro lado, de tal forma que los nombres de los tacos hacían referencia a la condición usual de los migrantes, el “ilegal” estaba hecho de queso Chihuahua con bistec, el “chicano” de carne de pastor y así, eran deliciosos, se agotaban antes de las diez de la noche.

Cuentan las exageraciones que en una madrugada uno de los visitantes distinguidos de Quito salió borrachísimo del departamento e intentó pagar unos tacos de oreja en un changarro en Bucareli con una American Express. Puedo dar fe ante notario del hecho narrado.

Quito fue un pedazo de patria en el exilio, un amable recuerdo bueno y viejo (1), la confluencia de historias compartidas.

Todo sucedió antes que nos volviéramos serios. 

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  1. “Te conozco” Silvio Rodríguez  

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Gabriel Otero
Gabriel Otero
Escritor, editor y gestor cultural salvadoreño-mexicano, columnista y analista de ContraPunto, con amplia experiencia en administración cultural.
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