Benjamín Cuéllar
La lucha por reivindicar su dignidad, impulsada por las víctimas sobrevivientes de graves violaciones de sus derechos humanos, así como la que libran día tras día –irrenunciable e incansablemente– las familias de aquellas que fueron asesinadas o arrancadas de su seno para nunca más volverlas ver, son pavorosamente largas y dolorosas. Pero acá en nuestra comarca dichas dinámicas adquieren características especialmente graves que nos obligan a reflexionar, de manera más profunda, sobre sus consecuencias nefastas cuando no son atendidas debidamente esas demandas legítimas de verdad y justicia. Y el daño no solo es individual. No se castiga únicamente a las personas que han debido padecer tan tremendo calvario; sus efectos pueden llegar a ser catastróficos para la sociedad entera.
Más allá del inmerecido respaldo y protección para los perpetradores de diversas atrocidades y sus cómplices necesarios, lo que se fortalece así es la impunidad cuyos alcances dañinos tienen instalado de nuevo a nuestro país ante la posibilidad cierta de que ocurra en su territorio otra calamidad política, social y humanitaria como la iniciada hace casi cincuenta años. A estas alturas del presente texto no faltará quien piense que estoy alucinando o, en el mejor de los casos, siendo un poco “dramático”. Ello me obliga a explicar el porqué de mi planteamiento, en función de lo cual debo remitirme a El Salvador de hace nueve décadas.
Para quien no lo sepa o para aquella gente que tenga un conocimiento distorsionado de lo que entonces ocurrió, en enero de 1932 una parte de nuestro suelo patrio fue escenario de una matanza en la que sus víctimas mayoritarias resultaron ser muchas de las personas que –mal armadas y hasta desarmadas– se levantaron contra un recién estrenado régimen militar rápidamente convertida en dictadura. Fue numerosa la población indígena y campesina que se rebeló entonces, empujada por el desespero del hambre que la sofocaba en medio de una profunda crisis económica mundial. La angustia de la muerte lenta condujo a decenas de miles de seres humanos, hundidos en la miseria, hasta la muerte violenta.
Y con los autores intelectuales y materiales de semejante barbarie, ¿qué pasó? ¿Pagaron por sus culpas ante la justicia? ¡Para nada! Meses después de ocurrida la misma a manos de militares y algunos civiles, el general Maximiliano Hernández Martínez –quien acababa de usurpar la presidencia de la república tras el derrocamiento de Arturo Araujo– les concedió una “amplia e incondicional amnistía” por los “delitos de cualquier naturaleza” cometidos “al proceder en todo el país, al restablecimiento del orden, represión, persecución, castigo y captura de los sindicados en el delito de rebelión antes mencionado”. En adelante, el tirano se mantuvo en el poder durante casi trece años hasta que una huelga general lo obligó a abandonarlo; sin embargo, el ejército no soltó las riendas del Gobierno entregadas por sus patrones para que se lo administrara.
Como se apuntó, el curso de los acontecimientos posteriores condujo al país hasta una confrontación bélica cuya duración sobrepasó los once años; previamente hubo una “guerra sucia” estatal y una guerra de guerrillas que tampoco podría considerarse del todo “inmaculada”. Al final de cuentas llegó la paz para los victimarios de ambos bandos, pero no la justicia para sus víctimas. A estas se la negaron quienes no tuvieron ningún reparo en atrofiar la nueva institucionalidad que habían acordado crear para, al menos eso se planteó en teoría, adecentar el país.
Así las cosas, actualmente están dadas varias condiciones para repetir los horrores pasadas. Existen grupos de poder económico voraces e insaciables dentro y fuera de la administración pública, la Fuerza Armada es cada vez más semejante a la que conocimos antes y la corporación policial está muy lejos de su originaria civilidad. Súmele personas detenidas arbitrariamente, corrupción rampante e información pública oculta, costo de la vida y pobreza al alza, no poca población babeando ante las ocurrencias del “mesías” y su pesada publicidad, abundante “circo”… Todo lo anterior y más, afincado sobre la impunidad pactada debajo de la mesa mediante la amnistía aprobada en marzo de 1993 y muy bien aprovechada por el oficialismo actual para salirse con la suya… hasta ahora.
Por lo antes planteado, sin caer en fumados optimismos o paralizadores pesimismos, me atrevo a asegurar que todo el dolor de patria sufrido y acumulado a lo largo de nuestra historia tendría sentido si –de sus lecciones terribles– algo hubiéramos aprendido. Y para mí, sin dudarlo, es una la principal: dejar atrás la impunidad de una vez por todas, mediante la acción organizada de las víctimas producidas por cualquiera de sus manifestaciones y consecuencias.