Disquisición sobre la luz en la sombra y la sombra en la luz
Siempre me han fascinado mucho más la traición, la mediocridad y la envidia que la lealtad, el genio y la capacidad de valorar las virtudes del otro. Mi primer contacto con la deslealtad lo tuve en la primaria, cuando mi madre acudió a un llamado del colegio y le pidió a la maestra que me siguiera castigando si me portaba mal. Por el contrario, mi valoración de la lealtad ocurrió gracias a mi “responsable” en la guerrilla quien, entre otras cosas para mí invaluables, me salvó la vida dos veces. La traición la he experimentado, además de aquella vez en el colegio, en muchos otros momentos, de parte de gente de izquierda que en el fondo anheló siempre gozar de las ventajas que ofrece el estar con la dispendiosa derecha. Como yo gocé de eso desde niño, jamás me sedujo el espejismo del dinero y el lujo, y esto sin duda ayudó a que nunca haya desdicho de mis convicciones de izquierda (como tanto traidor que anda por ahí y que disfraza sus secretas ambiciones con discursos biempensantes como los del oenegismo, la “nueva política” y otros delirios neoliberales).
En cuanto al sentido de la mediocridad, éste me ha asaltado, como a tantos otros, cuando he leído a Marx y sentido en lo más hondo de mi intelecto y emocionalidad su genio colosal, aplastante y a la vez liberador. O cuando he visto algún filme que pasa a formar parte de mis experiencias vivenciales y no sólo analíticas. Es entonces cuando uno asume su medianía y empieza el difícil proceso de aceptación de las propias limitaciones, el cual lleva a su vez a la capacidad de valorar lo que es exclusivo de uno y que no tienen los demás. Como es obvio, la mediocridad y la envidia van de la mano, porque ésta brota cuando somos incapaces de aceptar nuestras carencias y convertimos aquello (y a aquellos) que admiramos en objeto de amargo desprecio, justamente porque lo que tienen no es atributo nuestro. Y de la envidia brota la calumnia, la maledicencia, el chisme, la palabra negra que envenena el alma, y también embota el talento, lo anula, lo disminuye y hace crecer así nuestra mediocridad. Esto les ocurre incluso a algunos genios que envidian a otros o que quisieran, por ejemplo, ser físicamente atractivos cuando lo único que poseen es un talento desbordante, y por ello envidian al ignaro y guapo fortachón de aldea.
Cuando digo que siempre me han fascinado más la traición, la mediocridad y la envidia que la lealtad, el genio y la capacidad de valorar las virtudes del otro, digo que el lado oscuro de la Fuerza me ha resultado mucho más atrayente que su parte luminosa porque acepto y comparto el valor de las emociones negativas. Y lo hago porque éstas no brotan de una maldad innata, sino de la tergiversación que del amor hacen las circunstancias de la vida cuando algo o alguien nos “rompe el corazón” sin querer o queriendo. Por eso, cuando miro a Judas, lo veo reflejado en su espejo como Cristo. Judas, el que envidia, el que traiciona, el mediocre. Pero qué sería de Cristo sin Judas. Qué sería del Bien sin el Mal. Qué sería de Quetzalcóatl sin Tezcatlipoca, su “espejo humeante”, su lado oscuro, ese que se le planta como aquello a dejar atrás.
La tiniebla es lo que la luz busca alumbrar. Sirve para ser iluminada mediante un esfuerzo de lúcida consciencia. Pero a fin de lograrlo, antes hay que aceptar que todos somos luz y sombra al mismo tiempo. Como Cristo y su también sufriente, sacrificado y bendito alter ego, Judas.