Por Nelson López Rojas.
El 1 de abril se cumplen 500 años de la fundación de San Salvador y, aunque ha evolucionado, seguimos siendo una cultura agraria. No es secreto que El Salvador se ha urbanizado a pasos agigantados: torres de apartamentos por doquier, construcciones aquí y allá, mansiones que se edifican con dinero de los hermanos lejanos… pero su cultura sigue anclada en la vida agraria.
En las calles de San Salvador, la capital más densamente poblada de Centroamérica, persisten costumbres y hábitos que nos recuerdan que, más allá de los edificios y las carreteras, seguimos siendo un país de raíces campesinas. Y no lo digo peyorativamente, sino como crítica a todos aquellos que niegan el indigenismo o la africanidad en cada uno de nosotros.
“Del Sacbe al Macadam” es un libro sobre las carreteras del historiador salvadoreño Ricardo Castellón donde se advierte una situación grave con los caminos: “donde distancias, abandono e inaccesibilidad continuaron pesando inexorablemente”. Y siguen pesando. Derrumbes en Los Chorros, La Leona y Los Planes denotan falta de planificación en su concepción. El geógrafo David Browning, en “El Salvador: la tierra y el hombre”, analiza cómo la geografía moldea el comportamiento humano. Un claro ejemplo en El Salvador es la manera en que las calles urbanas siguen la huella de antiguos ríos secos. En muchas zonas, las carreteras y pasajes fueron construidos sobre cauces que, aunque desaparecidos, siguen definiendo la estructura de la ciudad. En lugar de diseñar calles con planificación urbana moderna, seguimos dejando que el paisaje determine nuestros caminos, replicando la lógica del campo dentro de la ciudad.
La forma en que comemos es un reflejo claro de esta herencia. La combinación de arroz con espagueti, ensalada de coditos y tortillas no es solo un error nutricional; es la manifestación de una dieta de abundancia basada en harinas y carbohidratos, típica de sociedades agrícolas donde la prioridad era el rendimiento energético. En el mundo rural, se come lo que llena, lo que rinde, y esta lógica ha migrado con la gente a la ciudad, que cree cambiar de nivel simplemente agregando pastas.
La relación con el espacio también delata nuestra mentalidad campesina. En las comunidades rurales, la tierra es una extensión de la casa y su uso responde a necesidades inmediatas. En la ciudad, la falta de planificación y la ocupación del espacio público reflejan esta misma mentalidad: calles estrechas que se cierran con bardas porque “hasta ahí llega mi propiedad”, aceras que desaparecen porque “son innecesarias” en un entorno donde lo primordial es la movilidad vehicular, una visión más acorde con carretas y caballos que con peatones. Vean ustedes cuando alguien denuncia que hay vehículos estacionados en las aceras y graba un video o toma una foto: no faltarán comentarios clasistas diciendo que “había espacio en la otra acera” sin siquiera empatizar.
El modo en que gestionamos los desechos es otra prueba de esta cultura persistente. La quema de basura sigue siendo una práctica común, aunque existan sistemas de recolección de residuos. En el campo, era una solución eficiente; en la ciudad, se convierte en un problema de salud pública. Escupir en la calle, alimentar a los perros con sobras lanzadas al suelo, o asumir que “lo que no me sirve, lo dejo ahí”, son costumbres heredadas de una vida al aire libre donde los desperdicios se disolvían en la naturaleza. Pero en un entorno urbano, estas acciones solo contribuyen al caos.
Hace poco hablaba con una amiga sobre el odio. Nadie odia a nadie de la nada, hay un proceso. El desconocimiento se torna miedo, el miedo en desconfianza y la desconfianza en odio. El miedo a lo desconocido es un rasgo característico de sociedades agrarias cerradas. En comunidades rurales, la tradición, las leyendas y la familia dictan las normas; la modernidad y lo diferente generan rechazo. Esto explica en parte la resistencia a aceptar la diversidad sexual sin importar nuestro nivel académico o económico, la influencia de religiones no cristianas o cualquier idea que desafíe la estructura tradicional. En una sociedad urbana y cosmopolita, se espera una apertura mayor, pero en El Salvador, el pensamiento conservador sigue dominando incluso en los espacios más modernizados, cosa que tendrá que cambiar al exponernos a turistas que llegan cada vez más al país.
Este fenómeno no es exclusivo del pulgarcito. En muchas partes del mundo, las ciudades han heredado estructuras mentales y sociales de su pasado agrario. En México, por ejemplo, la urbanización masiva no ha impedido que persistan sistemas de compadrazgo y economías informales típicas del campo. En algunos barrios de ciudades como Río, Lima o Bogotá, las viviendas se construyen sin planificación porque la propiedad aún se percibe bajo la lógica rural de “lo que ocupo, lo poseo”.
El Salvador, sin embargo, enfrenta un reto particular pues su urbanización ha sido rápida pero precipitada y desordenada. Ciudades como San Salvador han crecido sin planificación, reproduciendo dinámicas rurales en entornos urbanos. No se trata, como dije arriba, de negar nuestras raíces, sino de reconocer que muchas de estas costumbres deben evolucionar para adaptarse a una sociedad moderna y funcional. La ciudad ya no es campo, aunque nuestra mentalidad siga actuando como si lo fuera.