La cara oculta de Hemingway

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Una nueva biografí­a del escritor estadounidense indaga en su identidad sexual, que contrasta con la sobreactuada virilidad que cultivó en su obra literaria y de cara al público

A Ernest Hemingway (1899-1961) le volví­an loco el boxeo, la caza, la pesca y las corridas de toros. Participó en tres guerras distintas, de las que regresó como un héroe. Exploró el continente africano, donde participó en numerosos safaris. Y trató a las mujeres con la crueldad y violencia conocidas. Se creó, en definitiva, un personaje a medida, con el que encarnó un paradigma de virilidad durante el siglo pasado. También en su obra dejó atrás el gusto por el lirismo, las metáforas y la adjetivación del modernismo literario. Prefirió adoptar un estilo más varonil, fundamentado en frases breves y contundentes como puñetazos. Esa fue su imagen pública hasta el final de sus dí­as. La privada, sin embargo, era algo distinta. Lo dejó dicho Zelda, la inestable pero lúcida esposa de Scott Fitzgerald, autor de El gran Gatsby: “Nadie puede ser tan varón”.

Una nueva biografí­a, a cargo de Mary V. Dearborn, publicada por la editorial estadounidense Knopf en verano, confirma la inseguridad que Hemingway sentí­a respecto a su identidad sexual. “Eso fue parte de lo que lo destruyó al final de su vida”, apunta Dearborn, la primera mujer que se ha enfrentado al reto de condensar la agitada existencia de Hemingway, tras haber dedicado sendos volúmenes a otros hitos de la masculinidad literaria como Norman Mailer y Henry Miller.

Esta biografí­a de 750 páginas examina todos los aspectos de su vida y  obra, aunque es su estudio de las cuestiones de género lo que la distingue de sus antecesores. El libro revela la fascinación del escritor por la androginia y sus fantasí­as sexuales con los cortes de pelo: solí­a pedir a sus compañeras que lo llevaran lo más corto posible,  mientras que él se lo dejó crecer y llegó a teñí­rselo de rubio y caoba (cuando le preguntaban qué habí­a sucedido, respondí­a que era culpa de los rayos de sol). Al regresar de su segundo viaje de África, el autor insistió en perforarse las orejas. “Llevar pendientes tendrí­a un efecto mortí­fero para tu reputación”, tuvo que disuadirle su cuarta esposa, la periodista Mary Welsh.

¿Fue Hemingway un homosexual reprimido? “La  respuesta corta es no”, contesta Dearborn. ¿Cuál serí­a la larga? “Fue indudablemente queer [de género ambiguo]. Superó, si se quiere, el hecho de definirse como gay. Dio la vuelta a las expectativas que se tení­an sobre la identidad y el comportamiento de hombres y mujeres”, añade. Recuerda también que en su novela póstuma e inacabada, El jardí­n del Edén, el alter ego  de Hemingway, un escritor llamado David Bourne, pedí­a a su mujer que se  cortara el pelo y luego lo sodomizara con un consolador, ejercicio que el propio Hemingway habrí­a practicado con Welsh. Para Dearborn, esas fantasí­as “no hablaban de homosexualidad ni de travestismo, sino de adoptar el rol femenino durante el acto sexual”. Hemingway se habrí­a adelantado así­ a esa fluidez de género que hoy llena todas las bocas.

Antes  de asentarse en Parí­s, Pamplona, Cayo Hueso y La Habana, Hemingway nació y vivió hasta los seis años en una residencia de tres plantas y estilo victoriano en el barrio de Oak Park, en la periferia de Chicago, que el escritor solí­a definir como “un lugar de jardines anchos y mentes  estrechas”. En él se halla un pequeño museo dedicado a su memoria, en la misma calle arbolada donde se encuentra su casa natal. En el interior  del museo se expone una caricatura dibujada para Vanity Fair, en  1933, en la que Hemingway aparece vestido con un taparrabos y echándose  crecepelo en los pectorales. En otra vitrina figura una foto del escritor de bebé. Aparece vestido de niña, algo habitual a comienzos del  siglo XX, cuando se vestí­a así­ a los retoños durante su primer año de vida. Salvo que su madre, una pintora y cantante de ópera llamada Grace,  decidió prolongarlo bastantes años después. De hecho, crio a Hemingway y  a su hermana Marcelline, 18 meses mayor, como si fueran gemelos, y los vistió indistintamente como si ambos fueran niños o niñas, según su humor.

Trauma

Para Hemingway, ese capí­tulo serí­a un gran trauma que terminarí­a provocando una ansiedad que desembocó en su sobreactuada virilidad, según la biografí­a que Kenneth S. Lynn publicó en 1987, que permitió alterar su imagen pública y también abrir su obra a  nuevas interpretaciones. Cuando se releen las novelas y cuentos de Hemingway, ganador del Nobel de Literatura en 1954, sobresalen menos los  superhéroes y más los hombres inseguros. Igual que el protagonista de La breve vida feliz de Francis Macomber,  avergonzado de haber salido corriendo cuando intentaba disparar a un león en un safari, muchos de ellos intentan alcanzar un ideal de masculinidad imposible.

Otro de sus biógrafos, Paul Hendrickson, autor de Hemingway”™s Boat, sobre el apego del escritor por una barca a la que bautizó como Pilar,  no cree que esa hombrí­a superlativa y casi paródica pueda ser vista como una actuación de cara al público. “La hipermasculinidad fue una parte de lo que él era. Fue real y auténtica. Tal vez fuera una máscara conveniente para su ego, pero no era fraudulenta”, asegura este profesor  de la Universidad de Pensilvania y antiguo periodista de The Washington Post.  “Creo que fue heterosexual, aunque con muchos sentimientos contradictorios respecto a su género. Nunca he encontrado la más mí­nima prueba que sugiera que se sentí­a atraí­do por otros hombres”.

Hendrickson  también describe su difí­cil relación con su hijo menor, Gregory, que practicó el transformismo toda su vida y terminó cambiándose de sexo a los 63 años. Murió con el nombre de Gloria en una cárcel para mujeres en  Florida, en la que acabó por practicar exhibicionismo en la ví­a pública. Una vez, cuando era pequeño, Hemingway lo sorprendió probándose  las medias de su madre. Más tarde le dirí­a: “Tú y yo venimos de una extraña tribu”. Para Hendrickson, Gregory/Gloria llevó a la práctica lo que su padre solo admití­a en su fuero interior y en algún texto clandestino. “Por eso existí­a una relación de amor-odio entre ellos”, sostiene. Dearborn dice que ese fue el calabozo del que nunca lograrí­a escapar: “En un mundo mejor, Hemingway se habrí­a perforado las orejas”.

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Ví­a: El Paí­s.

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