Apenas siete meses han transcurrido de las pasadas elecciones, cuando ya estamos otra vez en campaña, esta vez para presidentes, pero siempre aburridas y agobiantes para la mayoría de ciudadanos. Y dentro de dos años y pico, otra vez campaña y elecciones.
Las campañas resultan ser grandes esfuerzos del sistema político imperante y de mucha paciencia de la sociedad que tiene que soportar constantes discursos que contienen promesas que al final, o no se cumplen, o se cumplen a medias.
Las constantes elecciones en El Salvador no deja planificar a largo plazo (pero no es por las elecciones en sí, sino por el contenido de nuestra débil democracia y la polarización vigente); representan gastos millonarios de fondos y para colmo, las promesas se incumplen por lo que la población acumula cada vez más frustración hacia la incipiente democracia local.
Sin embargo, hay que reconocer que después de firmados y establecidos los acuerdos de paz (1992) El Salvador no ha sufrido alteraciones del sistema democrático: no ha habido golpes de estado ni insurrecciones como se dieron en el pasado. La deuda de la democracia salvadoreña es el bienestar de la población.
La deuda es con el impulso de mejoramientos en los sistemas de salud y educación, así como la creación de más y mejores empleos, y también la erradicación de la criminalidad que no deja de mantenernos entre los países más violentos y homicidas del mundo.
Los políticos de todo el espectro local lo proponen y lo proponen, pero no se cumple y ello mella la democracia y se pierde confianza.
Es deseable que la democracia se desarrolle cada vez más, pero quizás ya no corresponde a los partidos propiciarlo, sino a la sociedad, que tiene que incrementar sus controles sobre el poder político y público, así como a través de los medios de comunicación, ser exigentes ante quienes dirigen los destinos del país.
Sólo así quizás lograremos que la democracia sea acompañada de bienestar: salud social y económica para todos los salvadoreños.