viernes, 6 diciembre 2024
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La banalidad del Mal

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Hannah Arendt, filósofa judía del siglo XX, sobrevivió a la persecución de los judíos en la Alemania de Hitler. En Estados Unidos, donde adoptó la ciudadanía en 1951, alcanzó fama como filósofa, periodista y docente universitaria. Su más célebre libro lleva el título con que he nombrado este artículo. Su tesis es muy controversial. Incluso se ganó el repudio de su comunidad judía. Habla de la maldad perpetrada, no por monstruos, inhumanos y desalmados, que asesinan a millones, sino por ciudadanos comunes y corrientes, que son capaces de ejecutar los actos más pavorosos, sin ninguna clase de remordimiento. Para eso les pagan. Y eso es lo más aterrador, según Arendt, que cualquier persona los puede ejecutar, si se le presenta la ocasión.

Basta con tener una justificación, tan banal, como: “seguía órdenes”, “así son las cosas”, “quién lo manda a meterse en esas cosas”, etc. Adolph Eichmann, el artífice de la deportación de millones de judíos, gitanos, negros, comunistas, homosexuales y otros más, a los campos de exterminio, en su juicio en Jerusalén, mantuvo una actitud serena, fría, nunca mostró ningún arrepentimiento. Antes bien, trató de justificarse diciendo que él no tomaba decisiones, solo las ejecutaba.

Arendt cubrió el juicio como periodista y concluyó que lo que más le impresionó fue que Eichmann era un hombre completamente normal. Nada que lo delatara como el perpetrador de una de las más grandes monstruosidades de la historia de la humanidad. Solo uno de tantos. Uno del montón que juraron lealtad a un hombre y levantaban el brazo derecho en un ritual colectivo de adoración al nombre.

Señaló también, la pasividad de la comunidad judía y, en algunos casos, el colaboracionismo de sus líderes. Eso enardeció a la sociedad de ese tiempo. Amigos de toda la vida le negaron la palabra. Pero su tesis terminó influyendo en el pensamiento del siglo XX. Tipifica tres personalidades capaces de llegar a realizar actos barbáricos. Los nihilistas, que han llegado al agotamiento de sus principios y creencias y absorben otras de ocasión; toma como ejemplo a los contingentes de militantes del partido comunista que, en 1932, de un momento a otro, engrosaron las filas del partido nazi. El segundo grupo son los dogmáticos, de mente obtusa y creencias cerradas, incapaces de abrirse a opiniones diferentes, como el caso de los fanáticos religiosos. Y aquellos que podríamos considerar como los normales, que ven en las circunstancias que los rodean, la oportunidad de brillar su ego, salir del anonimato o conseguir algunas prebendas. Esos son los más peligrosos, dice. Esos últimos no necesitan un motivo, solo no pensar. Dejarse arrastrar por la multitud. Y lo más aterrador, estamos rodeados de ellos.

En realidad, Hitler no inventó el exterminio de humanos. Ejemplos sobran, pero no voy a entrar en eso. Prefiero aterrizar en nuestra historia. El siglo XX ha sido el siglo de las masacres. Comenzando en 1932 con los 30,000 de la zona indígena del occidente del país, continuando con los 70,000 muertos durante la guerra civil, entre los que se cuenta un aproximado de 5,000 desaparecidos. Veintinueve años después de los Acuerdos de Paz, nadie ha dado razón. Y, finalmente, los asesinatos emblemáticos del arzobispo Oscar Romero, ahora santo canónico y los seis dirigentes del FDR (1980); los mil campesinos de El Mozote (1982) y los magnicidios de los mártires de la UCA (1989). Además de las denuncias de las masacres en los frentes guerrilleros contra sus propios camaradas.

¿Qué ha pasado con todo eso? No se ha logrado una justicia efectiva, ni se ha investigado a fondo los casos. El caso del Mozote ha estado más cerca de la culminación del proceso, pero con una lentitud tan grande, que los imputados están muriendo impunes. Durante seis gobiernos (y medio), la justicia se ha topado con una muralla de silencio. Pareciera que hay un pacto de silencio e impunidad: Tú no me investigas a mí, y yo no te investigo a ti.

Las retóricas que hablan de perdón y olvido abundan, pero las víctimas siguen insepultas. Y sus deudos, claman por saber dónde quedaron sus restos. Saben quiénes fueron los victimarios y los ven diariamente, en sus elevados cargos estatales. Y callan por fuera. Eso es la banalidad del mal. Imponer un cerco sobre toda una población a través de leyes y complicidades, para defender su impunidad. Solo aquellos que fueron juzgados en el extranjero enfrentaron sus culpas. ¿Acaso demostraron remordimiento? ¿Pidieron perdón por sus crímenes? Sus expresiones faciales dicen todo lo contrario.

¿Quiénes hicieron estos crímenes? Por el lado del ejército, militares profesionales. Su defensa ha sido que seguían una línea de mando. Cumplían órdenes. ¿Cumplir órdenes justifica llegar con toda la maquinaria bélica a arrasar caseríos de unas pocas casas y ranchos? El santo Romero, en su última homilía dijo con toda claridad: “Hermanos, son de nuestro mismo pueblo, matan a sus mismos hermanos campesinos…”. Sabemos todos que los soldados de infantería salían, principalmente, del campo.

Por parte de la guerrilla, hacían lo correcto, era el enemigo. Se puede pensar que los guerrilleros eran pueblo en armas, campesinos mayoritariamente. No conocían de tácticas y estrategias militares. En el caso de Mayo Sibrián, el carnicero de mil guerrilleros, se argumenta que estaba enajenado y actuó por un delirio de persecución. ¿Pero nadie supo nada de lo que estaba pasando en el frente? ¿No será que hubo una complicidad de los altos mandos? Los testimonios así lo aseguran. Y mientras no se sometan los involucrados a una investigación, no sabremos la verdad y la sospecha seguirá vigente. De hecho, en 1991, seis años después de estar cometiendo esas atrocidades, lo enjuician y lo fusilan. Casualmente, cuando se iba a firmar la paz.

Son muy pocos los casos que hemos visto que se enfrenten a la justicia. Pero todos mostraron la misma conducta ante los jueces: la inmutabilidad de carácter y la seguridad de haber hecho lo correcto. Pero lo más pavoroso es que estos pocos personajes que fueron llevados a la justicia no operaron solos. Hay un sistema con miles de cómplices que no ha sido juzgado. Es el sistema el que, a través de los medios de comunicación y del silencio cómplice, banaliza aquellos actos monstruosos, que sabemos que los cometieron personas, no monstruos; personas que aparecen en la pantalla del tv, con gestos serenos y expresiones de abuelitos bondadosos. Nadie podría creer que ordenaron masacrar y, peor, hacer desaparecer los cuerpos, para evitar ser descubiertos. Y las víctimas, que suman miles, callan. ¿Ante quién van a hablar?

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Carlos Velis
Carlos Velis
Escritor, teatrista salvadoreño. Analista y Columnista ContraPunto

El contenido de este artículo no refleja necesariamente la postura de ContraPunto. Es la opinión exclusiva de su autor.

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