Por Benjamín Cuéllar
Mediante el Decreto 121 de la Asamblea Nacional Legislativa de la República de El Salvador, el 11 de julio de 1932 Maximiliano Hernández Martínez –tras el baño de sangre mediante el cual inauguró su larga dictadura– concedió “amplia e incondicional amnistía” a quienes “hubieren participado en la rebelión comunista de los días veintidós y veintitrés de enero” de ese año en San Salvador, La Libertad, Sonsonate, Ahuachapán o “en otras poblaciones”; eso sí, no favorecía a quienes “aparecieren culpables de los delitos de asesinato, homicidio, robo, incendio, violación y lesiones graves”. Léase: a las víctimas acusadas por ese tipo de hechos. También incluyó a “funcionarios, autoridades, empleados, agentes de la autoridad, y cualquiera otra persona civil o militar […] responsables de infracciones a las leyes” consideradas “como delitos de cualquier naturaleza, al proceder en todo el país al restablecimiento del orden, represión, persecución, castigo y captura de los sindicados en el delito de rebelión”. Impunidad, pues, para los victimarios autores de las atrocidades ocurridas.
En unos días se cumplirán nueve décadas de esa terrible matanza impune, cuya memoria sigue viva no por el afán estatal de recordarla y reconocer sus abultadas culpas sino por la terquedad de una población que no la deja morir. Al despojo de sus tierras comunales, agréguese que tuvieron que cambiarse sus nombres reales y modificar su vestir, dejar de hablar su idioma ancestral y mimetizarse entre el resto de la población. La secuencia de la barbarie consumada y sus secuelas junto a la negativa oficial casi total del reconocimiento de su existencia tras lo ocurrido en 1932, dejaron a estas comunidades originarias humilladas y ofendidas en medio de la pobreza extrema en la que apenas han sobrevivido a lo largo del tiempo. Eso constituye una deuda pendiente del tamaño del mundo, que debe saldarse.
Durante los nueve meses de 1931 que duró en la presidencia Arturo Araujo, derrocado por el sátrapa artero siendo su ministro de Guerra, ya se comenzaba a deslegitimar la oposición política calificándola como “comunista” y –tras la caída del presidente– la “lucha” contra ese “fantasma” arreció y dio paso a la consolidación de la soldadesca en la “conducción” del país.
Para levantar falsamente la bandera “nacionalista”, aterrorizar a la gente con el recuerdo de aquellas apocalípticas “hordas criminales” y ganar voluntades para traducirlas en votos, el partido fundado por Roberto d’Aubuisson –Alianza Republicana Nacionalista (ARENA)– echó mano de dos recursos realmente básicos: adoptar como consigna principal cuatro palabras relacionadas con lo anterior e iniciar su proselitismo electorero en Izalco, supuesto enclave del “levantamiento rojo”. Así, dicha comarca era tomada por una frenética multitud cada inicio de la campaña presidencial para hacer retumbar el grito de batalla: “¡Patria sí, comunismo no!”. Sin ninguna profundidad, ese era el arranque de su desenfrenada carrera para alcanzar la primera magistratura. Desde d’Aubuisson en enero de 1982 hasta Carlos Calleja en octubre del 2018, el ritual se volvió recurrente.
Como escuché decir alguna vez al querido Jon Sobrino, el calvario de este ultrajado país se resume en la violación de tres mandamientos establecidos por Dios. “No robar” y al pueblo le han robado históricamente el fruto de su trabajo; “no matar” y cuando ese pueblo se ha rebelado contra lo anterior, lo han masacrado; y “no mentir”, pero para cubrir el robo y la muerte han falseado o negado esas situaciones. Hoy, lo primero continúa; lo segundo no es política de Estado declarada porque mucha gente sigue dormida con nuevos “cantos de sirena”. Y lo tercero se está utilizando para enterrar la muerte violenta, que la hay, en fosas clandestinas e intentar ocultar sin éxito la muerte lenta producida por la exclusión y la desigualdad, la explotación y la inequidad; para eso sirven la costosa publicidad “bitcoinera” y el oscuro “control territorial”.
Finalmente, como antes, ahora están distorsionando o de plano rechazando la historia a conveniencia. Con mayor y muy preocupante insidia la de la guerra y sus causas, la del proceso que llevó a acordar su final hace tres décadas, la del cumplimiento e incumplimiento de lo acordado, la de los avances –por muy pírricos que puedan ser algunos– y los estancamientos o, incluso, los retrocesos.
Un Gobierno responsable –en lugar de actuar como si la realidad cambió de tajo para bien con su arribo al poder, instrumentalizar absurdamente a conveniencia el pasado y demandar que lo glorifiquen por ello– debería convocar a una gran discusión nacional para enrumbar el país hacia el cumplimiento pleno del Acuerdo de Ginebra: su democratización, el irrestricto respeto de los derechos humanos y la construcción de una sociedad realmente unida en lo primordial para hacer valer lo anterior. Terminar la guerra, primer gran componente de ese documento históricamente innegable, se logró hace 30 años. El resto constituye la gran agenda pendiente de país, no de partido.