miércoles, 1 mayo 2024
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¿Fue un buen presidente?

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Por Benjamín Cuéllar

“Para que nunca se olviden las gloriosas olimpiadas, mandó a matar el Gobierno cuatrocientos camaradas”. Así cantaba Óscar Chávez por la gente asesinada aquel 2 de octubre de 1968 en la Plaza de las Tres Culturas, Tlatelolco, en la hoy Ciudad de México. Esta matanza realizada en el marco de las protestas estudiantiles de entonces sigue retando a la justicia de aquel país, que se niega a encarar esos hechos pese a existir un fallo de su máximo tribunal ordenando investigar a los responsables. Años después, la letra de ese corrido fue adaptada en nuestra tierra para denunciar la masacre del 30 de julio de 1975 perpetrada ‒en horas de la tarde‒ contra estudiantes de la Universidad de El Salvador y pueblo que acompañaba su marcha en calles cercanas a esta casa de estudios.

Era presidente de la república el recién fallecido coronel Arturo Armando Molina, para el cual Serafín Orantes ‒secretario de la Junta Directiva de la actual Asamblea Legislativa‒ pidió un minuto de silencio pues, según dijo, las obras que realizó el difunto “hablan más que mil palabras”. También se refirió, peculiarmente, a los “momentos difíciles que hoy por hoy debe estar pasando todo lo que es la familia”. Así, pues, se homenajeó al exmandatario con la aprobación de la fracción parlamentaria del partido de Nayib Bukele y sus incondicionales aliados. ¿Cuáles fueron tan destacados “merecimientos”?

Comencemos con la cruenta ocupación de la citada alma mater el 19 de julio de 1972, luego de haberse instalado en Casa Presidencial el primer día de ese mes tras el fraude electoral consumado por su antecesor, general Fidel Sánchez Hernández. Además de lo ocurrido el 30 de julio de 1975, también con Molina en el Ejecutivo reiniciaron las ejecuciones colectivas de población campesina; asimismo, se incrementaron la persecución contra las comunidades cristianas de base y el asesinato de sacerdotes. Nicolás Antonio Rodríguez  fue el primero; lo ejecutaron el 28 de noviembre de 1970, siendo presidente Sánchez Hernández. Con su sucesor le siguieron Rutilio Grande y Alfonso Navarro Oviedo, el 12 de marzo y el 11 de mayo de 1977 respectivamente.

Antes de este par de crímenes martiriales, Molina mandó a sus esbirros a desalojar la multitud que protestaba en el capitalino Parque Libertad por el robo de las elecciones consumado para imponer ‒repitió su historia‒ al general Carlos Humberto Romero y darle continuidad al oprobioso sistema de exclusión social resguardado por el régimen fascistoide imperante. Pero a la “mano dura” de Molina se opuso la organización y la lucha de la población. A dos días de la citada masacre estudiantil, cuando se implantó como práctica estatal sistemática la desaparición forzada de personas, tuvo lugar la primera toma de la Catedral metropolitana que permaneció ocupada hasta el 5 de agosto de 1975 tras anunciarse la creación del Bloque Popular Revolucionario. Luego, el 15, abrió sus humanitarias puertas el Socorro Jurídico Cristiano.

Pan y circo populista en el país, con el concurso Miss Universo finalizado el 19 de julio de ese año en medio de una represión gubernamental descarada; pero también articulación popular combativa y defensa de los derechos humanos. Así comenzó la marcha de El Salvador hacia la guerra interna. Todo eso concentrado en menos de un mes. Dicho en otras palabras, al agotarse la demagogia oficial dentro y fuera de nuestras fronteras ‒la impresentable realidad nacional se vendía como la de “el país de la sonrisa”‒ se incrementaron tanto la sistemática brutalidad oficial como la lucha de las mayorías por hacer valer su dignidad pisoteada.

El diputado que promovió el minuto de silencio legislativo en honor de Molina, como ya se dijo, hizo referencia a sus obras. ¿Cuáles? ¿El Instituto Nacional de Pensiones de los Empleados Públicos? ¿La central hidroeléctrica Cerrón Grande? ¿El aeropuerto internacional de Comalapa? ¿El Ingenio Azucarero del Jiboa? ¿El Fondo de Financiamiento y Garantía para la Pequeña Empresa? ¿La Televisión Educativa?…

Si la dirección de la guerrilla a la que perteneció Roque Dalton no lo hubiera  asesinado el 10 de mayo de 1975, este quizás habría publicado la segunda versión de uno de sus ‒así llamados por Aute‒ “poemigas”. Aquel que dedicó al tirano Maximiliano Hernández Martínez. “Dicen que fue buen presidente ‒escribió el bardo rebelde‒ porque repartió casa baratas a los salvadoreños que quedaron”. Más que la familia de Molina, la bancada “bukelista” y sus comparsas deberían saber que desde hace más de medio siglo las innumerables víctimas de ese sátrapa pasaron y continúan pasando momentos terribles.

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Benjamín Cuéllar Martínez
Benjamín Cuéllar Martínez
Salvadoreño. Fundador del Laboratorio de Investigación y Acción Social contra la Impunidad, así como de Víctimas Demandantes (VIDAS). Columnista de ContraPunto.

El contenido de este artículo no refleja necesariamente la postura de ContraPunto. Es la opinión exclusiva de su autor.

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