Por más que mi carne ceda siempre ante la tentación, parafraseando a Aute, hoy no tengo ningunas ganas de hablar sobre la “presunta” corrupción de quienes se lucraron en nombre de una “revolución” nunca lograda. No cederé ante esa “señora” inspiradora de una inmortal lírica de Lara ‒el “flaco de oro”‒ hablando sobre “funestos reyezuelos”. De esos cínicos adefesios de la política vernácula contemporánea comenté, cuando todo era “color de rosas”, ciertas cosas no muy gratas para su “fanaticada” cuando presidían dos órganos gubernamentales. Quizás más adelante tenga ganas. Pero ahora, iniciando agosto del 2019, prefiero rememorar tres sucesos de nuestra historia que marcaron al país durante la segunda mitad de la década de 1970.
El 30 de julio de 1975, la Universidad de El Salvador (UES) –junto a sectores solidarios del pueblo‒ se manifestó para exigir, entre otras demandas, un presupuesto decente para la entonces única casa estatal de estudios superiores. Fueron bastantes las víctimas mortales y heridas ‒también hubo desaparecidas‒ que regaron con sangre la 25 Avenida Norte de la capital y calles aledañas, entre el Instituto Salvadoreño del Seguro Social y el Externado de San José.
Días después, este último abrió las puertas del Socorro Jurídico Cristiano a la población de escasos recursos para brindarle asistencia legal gratuita; velozmente, el novato y pionero organismo acompañó ‒valiente y valiosamente‒ a quienes sufrían la violación flagrante de sus derechos humanos. Asimismo, el 6 de agosto se ocupó por primera vez la Catedral Metropolitana para “presentar en sociedad” al Bloque Popular Revolucionario (BPR). Esta amplia y combativa coalición de estudiantes universitarios y de secundaria, integrantes del magisterio, pobladores de tugurios y campesinado hizo historia de 1975 a 1980; luego inició la guerra abierta.
¿Cómo resumo esos tres sucesos decisivos para la vida y la muerte en el país durante dicho quinquenio? Represión estatal, defensa de derechos humanos y organización social. Así, sin más. Bueno, antes –el 10 de mayo‒ el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) ejecutó a dos de sus integrantes: Roque Dalton y Armando Arteaga. Los acusaron de “traidores”. Ese fue un patrón de violencia insurgente denunciado por la Comisión de la Verdad.
La guerrilla entregó sus armas y desapareció; el partido político en que se convirtió entregó ideales y decencia. Por eso, solamente me referiré al estado actual de la tríada referida; pero comenzando por lo tercero. Hoy en día no existe ni por asomo, siquiera en ciernes, una vigorosa acción social como la de antaño. ¿Movimientos en El Salvador ahora? Únicamente los migratorios y los sísmicos. En la posguerra, la categoría “organización” fue sepultada por una diferente: “oenegización”. Se suman a ese relego los partidos políticos con sus insufribles liderazgos “mesiánicos” o “chocarreros”, sin descartar la mezcla de ambas condiciones; están también aquellas iglesias que solo invitan al pueblo a mirar al cielo y evitan así que este ponga sus pies en la tierra para patearla fuerte y transformarla.
A lo anterior debe agregarse la defensa de los derechos humanos, también “tercerizada”; es decir, en manos de las llamadas “oenegés”. Las víctimas reales, no las “cibernéticas”, dejaron de ser protagonistas principales. Tienen quienes las “representen” en costosos y periódicos eventos hoteleros mensuales o en conferencias de prensa donde aparecen de pie, atrás de la mesa principal ocupada por sus “representantes”. A estas alturas, ya no deberían ser las “sin voz”; pero en un evento reciente, una joven estudiante de la Facultad Paracentral de la UES resumió eso así: “Las personas a las que les violan sus derechos humanos no saben cómo defenderse y las que saben hacerlo lo hacen a su favor”. Hay numerosas personas que escucharon eso.
Lo que sí permanece y crece, es el notorio rol de la fuerza militar en el acontecer nacional. El 16 de julio de 1993 se dio el primer patrullaje conjunto de soldados e integrantes de la imberbe Policía Nacional Civil; apenas año y medio antes, se firmó el Acuerdo final de paz ‒conocido como el “de Chapultepec”‒ según el cual el ejército solo participaría excepcionalmente en tareas de seguridad pública. Esa “excepcionalidad” ya superó los 26 años. El uso y abuso del poder que acostumbran los uniformados castrenses y policiales desde entonces, ya se tradujo en una preocupante práctica represiva estatal; no en las dimensiones de lo ocurrido durante la segunda década de 1970, pero preocupante si no se encara a tiempo y en serio.
Ante tal escenario, ¿vamos a aprender de nuestra dolorosa historia o la seguiremos repitiendo? Si no hacemos lo primero, estará cabrón…