De naciones culturales y radicalismo democrático.
El concepto político de pueblo remite a una organización humana en la que predomina cualquier forma de Estado. Pueblo, además, significa lugar, cantidad de habitantes y el conjunto de estratos pobres de una sociedad. ¿Quién decide que un grupo étnico es un pueblo y, aún más, que es una nación? Hay naciones políticas y naciones culturales. La nación política se remite, como el pueblo político, al Estado. La nación cultural lo es porque se encuentra cohesionada por costumbres, idiomas y tradiciones. La nación cultural no necesita de un Estado para existir, y es el criterio que se utiliza para proponer Estados plurinacionales por parte de grupos organizados, agrarios o no, que se movilizan por reivindicaciones populares en el ámbito intercultural de América Latina.
Debido a la endeblez del culturalismo como política, el Estado plurinacional se propone como Estado único, descentralizado y representativo de las naciones culturales que lo integran, las cuales se someten a la autoridad estatal por medio de los mecanismos de la democracia moderna. Ésta, como se sabe, tiene sus raícen en el liberalismo clásico, de cuya impronta burguesa se ha intentado liberar muchas veces a fin de incluir a las mayorías en la ciudadanía plena. Ernesto Laclau propuso hace algunos años su concepto de democracia radical como camino de superación del carácter burgués de la democracia moderna, recetándoles a los liberales un poco de su propia medicina al proponer llevar el ideario liberal (igualdad de oportunidades, libre competencia y control del monopolios) a sus últimas consecuencias económicas, lo cual —sugirió— podía incluso conducir a algunas formas básicas de socialismo.
De acuerdo a las especificidades de cada país, la democracia radical se ha intentado poner en práctica (sin seguir ciegamente a Laclau) en todos los experimentos del socialismo del siglo XXI (hoy bajo ataque mediante la táctica neoliberal de la “lucha contra la corrupción”) y en España, con Podemos. No es mi propósito analizar estos casos ahora, sino ligar la propuesta del Estado plurinacional con la de la democracia radical, a fin de ofrecer criterios para la fundación (que no refundación) de un nuevo Estado democrático, fuerte, probo y eficiente, que a la vez sea plurinacional, interclasista e interétnico, el cual impulse un interés nacional-popular del mismo tipo, con el fin de fundar una nación con iguales características. Esto necesita de un gran pacto interclasista e interétnico, para lo cual, antes, debe ocurrir una amplia convergencia política de las organizaciones populares no financiadas por la cooperación internacional, que apunte hacia los objetivos descritos arriba.
¿Quiénes se negarían a fundar una democracia radical y un Estado plurinacional? Sólo aquellos a los que no convenga que un país goce de igualdad de oportunidades económicas y culturales, libre competencia y control estatal de monopolios. Estos son los valores por los que se dicen regir los (neo) liberales. Pero serán ellos, en su calidad de vanguardia intelectual de la oligarquía, los que se opondrán a esto, aunque la convergencia nacional-popular los involucre —en igualdad de condiciones— en el proyecto. Este será un problema a superar.
¿Hacer la revolución sin tomar el poder ignorando al Estado? He aquí el nuevo confite contrainsurgente que el neoliberalismo le da a chupar al izquierdismo pueril financiado por la cooperación internacional.