jueves, 12 diciembre 2024
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Escrito en una servilleta: Un lector en busca de ser personaje

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"Y es que, para mí, los libros son las cicatrices por las que se cuela la luz, y cada palabra es un ladrillo del imaginario": René Martínez Pineda.

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Por René Martínez Pineda.
X: @ReneMartinezPi1

El 23 de abril se conmemora el “Día internacional del libro”, la celebración más importante para mí, por obvias razones y sinrazones. Esa fecha es simbólica para la literatura universal, ya que ese día, en 1616, murieron Cervantes y Shakespeare. Para mí -que soy un feligrés de la lectura obsesiva y un indigente de la palabra- el libro es el embrujo más poderoso de la imaginación. Y entonces recuerdo que, en el momento exacto en que aprendí a leer, aprendí también a amar el olor misterioso y cautivante de los buenos libros, viejos y nuevos, porque me contaban, al oído, historias fascinantes e imposibles, me llevaban de la mano a mundos secretos donde la magia es la regularidad y, lo mejor, me permitían conocer, de cuerpo ausente, a autores prodigiosos y a personajes increíbles que peregrinaban en mi mente para usurpar mis sentimientos con una metamorfosis.

Y, subyugado por ese embrujo, cada vez que un libro de ciencias sociales caí en mis manos, más que leerlo, me ponía a platicar y a debatir con los autores de unas ideas que, en ese entonces tan remoto de mi juventud, eran asombrosamente ciertas, y me convertían, a la tercera página, en un militante feroz de la justicia social y en su amigo entrañable, no me importaba que ya estuvieran muertos, que no los conociera en persona, o que estuvieran a miles y miles de kilómetros del mesón donde vivía, pues, en el fondo, sentía que me oían. De la misma forma, cada vez que una novela, un cuento o un poema de amor drástico entraba por mis ojos, más que leerlo, me convertía en uno de sus personajes, y súbitamente ya no estaba leyendo, sino que viviendo con ellos, las aventuras, alegrías y tristezas relatadas en las páginas que usó H. G. Wells para diseñar, conmigo, su paradójica máquina del tiempo.

Así fue cómo lloré borracho por el himno nacional bajo el ciclón del Pacífico y las nieves del norte; o me convertí en el segundo escudero del noble, entrañable y cuerdísimo Don Quijote, y, junto a él, me batí a muerte con los molinos de viento de la injusticia que no sabe de tiempos pasados e, igual que él, me enamoré hasta el delirio de la Dulcinea y, páginas más tarde, lloré junto a Sancho Panza cuando el hidalgo caballero se bebió la luna al cerrar los ojos para siempre.

Así fue como conocí a Verne, estuve en la isla misteriosa junto al capitán Nemo antes de nuestro viajé al centro de la tierra y, más tarde, le di la vuelta al mundo en ochenta libros para poder aterrizar en los aposentos del Decamerón que colindan con el infierno de Dante, cuyos círculos transité, bajo los pies de Ana Karenina, para sentir en carne propia la fascinante maldición de Eurídice viajando en el expreso de oriente del crimen y castigo que, entre alaridos de humo blanco, conduce a las mil y una noches del semen de nuestras vidas inmensamente amargas.

Así fue como me hice amigo de El Principito y, en uno de sus planetas, desenterré el tesoro del Conde de Montecristo para compartirlo con los miserables de Víctor Hugo, de quien me convertí en editor de las carencias; y fui tragado por Moby Dick, en el mar de Macondo; y fui yo -¡sí, fui yo!- quien le escribió la primera carta al Coronel, de García Márquez, con quien entablé una charla que duró cien años de soledad en la caverna de Saramago, en cuyos muros escribí, con su lápiz, todos los nombres de los eternos indocumentados que vagan a la deriva en los textos de Marx, con quien forjé la amistad más larga y diáfana de mi vida.   

Y es que, para mí, los libros son las cicatrices por las que se cuela la luz, y cada palabra es un ladrillo del imaginario. Y es que los libros son la prueba de que el mundo existe y de que somos invencibles, y son, además, la mejor terapia para curar el dolor y el sufrimiento en la fase superior del capitalismo que, gracias a mis consejos, previó Lenin. Por eso, aunque sufrí mucho la pobreza congénita de mi país, no me duele nada, absolutamente nada, porque la imaginación, cuando es alimentada por los libros, se convierte en el verdadero Mundo Feliz de Huxley, es su espejo de Dorian Grey, es el mundo en el que el fantasma de la ópera me confesó, cantando el Mío Cid, que la máscara que usa es su propio rostro, un rostro que merodea en el laberinto de la soledad de las venas abiertas de América Latina que, como el fantasma del rey Hamlet, me pidió que vengara su asesinato antes de que Odiseo llegara a casa, culminando con él la travesía más peligrosa e incierta de su vida… y de la mía, que se reduce a la búsqueda del tiempo perdido en los tiempos del cólera político que, como hojarasca, se propagó en la guerra y la paz, ese tiempo en el que, codo a codo con Andrei, combatí en la guerra de Napoleón y otros demonios…

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René Martínez Pineda
René Martínez Pineda
Sociólogo y escritor salvadoreño. Máster en Educación Universitaria

El contenido de este artículo no refleja necesariamente la postura de ContraPunto. Es la opinión exclusiva de su autor.

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