Por René Martínez Pineda.
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En aquellos tiempos de muerte y miedo, como si fuera la verdadera versión de la novela de los perros, el silencio era absoluto, sólo se escuchaba el ruido de las hojas secas bajo los pies de los sicarios comunales, esas siluetas depredadoras que, fumando y riendo a carcajadas, goteaban sangre ajena hasta por las orejas. No lo parece ¿verdad? No lo parece… pero venimos de una realidad irreal que nos obligó a sembrar buitres en la tierra del ciprés sin novenarios ni pan dulce. Nuestros nombres -que en esos tiempos no eran nuestros amigos o familiares, sino unos simples conocidos que negábamos, tres veces, antes de que cantara el gallo de la frontera barrial- todavía están grabados en la piedra del breviario de los victimarios sin protocolo. Sólo nos queda, como tétrico recuerdo de la ciudad de los buitres en la que estábamos recluidos, un frasco con jarabe para la tos que, en las indicaciones, dice que es: para cuando no se sabe de lo que trata la vida, pero se sabe que acabará pronto y sin avisar.
En el baúl de los recuerdos, malos y buenos -que los carroñeros quieren quemar, para que la guerra social que hicieron contra el pueblo, sólo tenga muertos inútiles y el país vuelva a ser la ciudad de los buitres-, está la breve y espinosa carta de despedida de nuestros hijos y nietos, y la indicación detallada para buscar -en el ropero de pino al que, por viejo, se le caen los cachetes y le tiemblan las piernas- el remedio contra los mareos que provoca la nostalgia. Esa nostalgia crecía cuando, lejos de aquí y de allá, se descubría que la patria no era un cuerpo glorioso, sino un cadáver doloso, y se llegaba a la conclusión de que la patria era la gente, esa gente sencilla y concreta y corajuda que luchaba, día a día, sin saber por qué, y que se moría sin saber para qué. Hoy que los tiempos de muerte, miedo y tributo de los bolsillos rotos, parecen tan sólo un mal sueño en nuestra bitácora, desempolvamos con cariño la brújula que no apunta al cementerio; le construimos una terraza colgante a la luna nueva, para charlar con ella toda la noche y, si se descuida deliberadamente, darle besos sinuosos y roces ganosos. Atrás, hemos dejado kilómetros y años de funerarias espirales y novenarios sin centro ni anécdotas de estrellas fugaces; le hemos confiscado la luz roja a los semáforos, para tener luz verde hacia los pezones de la mujer que amamos, desde que la amamos, y que apuntan al descubrimiento de nosotros mismos más allá de las máscaras y los ropajes y los vendajes oculares.
De esos años que vivimos en peligro, y que nos volvieron locos de apatía, conservamos, como reliquia sagrada, un vaso de agua de quimera fresca, por si nos sorprende la sed de la impaciencia; un huracán de fuego húmedo (categoría 6), como herencia intestada de la imaginación colectiva, por si nos embosca el legado sanguíneo del victimario; la manía indigente de escribir cuentos en las agrietadas y rojizas paredes del realismo mágico del país, para desencadenar las palabras y encadenar los cuchillos; el incurable tic nervioso de buscar la flor que sale, entre las rocas áridas, para anular la cadena perpetua que nos impusieron, de facto, con el decreto: o comes o te comen, no hay más remedio”; el álbum de chispas proféticas que, indignadas, saltaban de los cables pelados de los postes de la desilusión política; el antídoto infalible contra el veneno de los corruptos sempiternos, que mata más personas que la minería negra de la impunidad; la taza de café de maíz, para tomarla con sorbos breves cuando la utopía nos visite, por las tardes, para hablar de los buitres de la ciudad que gruñen, cuando llega la noche, para quebrar el atemorizante bullicio de las víctimas haciendo justicia.
De los años que vivimos con miedo, nos quedan las facturas que debemos pagar hoy, al crédito o al contado, para que no nos aterre la posibilidad de fracasar frente a nuestros hijos, y permitir que la ciudad vuelva a ser: la ciudad de los buitres que exhalan un aire sin frescura ni esperanzas.