Por René Martínez Pineda.
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No sé cuánto tiempo llevo evadiendo las balas de plata de la moral victoriana, ¿dos meses? ¿cuarenta años?; ni sé cuánto tiempo he estado dividiéndome en dos personas que, en apariencia, no tienen nada que ver entre sí, pues están paradas en lados opuestos de la acera, viviendo en dos mundos que son tan distintos como iguales cuando se miden con el control social. No sé cuánto tiempo llevo tratando de determinar el porqué de los hechos, como si con ello resolviera las conspiraciones de la caja negra del país. Eso es paradójico a estas alturas de mi vida, porque ya recorrí la mayoría de sus leguas y lenguas y, por ello, no debería importarme el por qué, sólo el cuándo, el cómo y el para quién, tal como en los años en los que, con una utopía bajo el brazo, militaba en la guerrilla urbana que -a espaldas del pírrico profesor de Historia del Siglo XIX, cuyas clases se limitaban a denigrar a Gerardo Barrios y hacerle la venia a los prelados de la masturbación sin fotos- se organizó en un aula de la universidad.
En mi juventud, era un experto decodificador del nepotismo callejero (los padres, moviendo los conectes de la costumbre heredada, colocando a sus hijos en la venta ambulante en la que ellos se ganaban la vida), cuyas claves garabateé en una mesita de la biblioteca pública donde, agazapado, ideaba “golpes de mano” contra la Guardia, seguramente sugestionado por el adictivo olor a libros viejos, con aventuras nuevas, que inundaba sus salas. Mis postas eran las enciclopedias que, como templarios de la ilusión, me avisaban si se acercaba algún extraño, y los estantes se convirtieron en mi exilio, ese lugar imaginario del imaginario en el que, según yo, descubría complots en las amarillentas páginas de El Quijote, El Conde de Montecristo y Un Mundo Feliz, y descifraba, entre líneas, los algoritmos de las calles que, desde el otro lado, me llevarían al nuevo país.
Confieso que la habilidad más importante que tengo, desde que fue necesario tener alguna, es la de dividirme en dos personas que están paradas, al mismo tiempo, en lados opuestos de la vida -uno, solitario, el otro, concurrido; uno, oscuro, el otro lleno de luz, aunque no sabría decir cuál de los dos me iluminaba más, ni en cuál de los dos me sentía menos solo-, porque con ello pude sobrevivir en esos años en los que, dividirse en dos, era la táctica idónea para evadir peligros e inquisiciones. Y cada una de esas personas tiene sus propios recuerdos, su propia biografía, aunque no sé diferenciarlas ni convocarlas por separado.
En medio del recuerdo de la primera pistola que requisé -en el puesto de verduras del mercado de San Jacinto- se viene el recuerdo de la fiebre de la Avenida Independencia (“la avenida”, para los amigos), difuminado “hábitus” en el que, cuando era casi un niño, fui a quitarme la capucha de la inocencia -como quien se quita un suéter inútil- al nomás salir de ver la película de moda: “Emmanuelle”. A lo mejor, pienso hoy, los pecados de la carne tienen el mismo significado transgresor que los pecados que, en nombre de la revolución social, fueron cometidos por personas que, como yo, se convirtieron en esos seres -uno, con pseudónimo; el otro, con nombre y apellido- que se comen los pecados de los otros, para que esos otros no tuvieran -ni tengan- que cargar con ellos.
En ese entonces, “la avenida” era, para el desahuciado y el perseguido por los escuadrones de la muerte, una especie de refugio de lo político y lo carnal, algo así como la isla del tesoro en la que, sutilmente, se mezclaba: la presunción del pecado de la iniciación identitaria, con la gonorrea legislativa e historiográfica; donde se pregonaban -de beso en sífilis- las noticias de los crímenes de lesa humanidad que fueron patentados en 1932, y prorrogados el 30 de julio de 1975, creando un inframundo de farolitos rojos -el rojo es un símbolo común para las dos personas- en el que la atracción principal era narrar, con lujo de posturas, las atrocidades de la realidad no contada en los diarios, ni en el consultorio de las enfermedades vergonzantes, ni en los libros de historia escritos por recortadores de noticias.
Juro, por la señal de la santa cruz, que no puedo diferenciar entre los recuerdos de un lado y los del otro, y eso se debe a que, aunque pertenecen a dos personas distintas, habitaban en el mismo cuerpo-sentimientos. El recordar los olores rojos y sonidos amargos de antaño, es recodar el miedo provocado por la certeza de los peores peligros cotidianos (aplazar el año escolar, no hallar trabajo, desear para navidad una bicicleta Tigre, sufrir a solas la primera decepción amorosa, no disfrutar la juventud de la misma forma en que lo hacían los que no necesitaron dividirse en dos), junto al miedo de luchar contra una dictadura militar que, por el número de balas en su haber, lucía invencible. Y este es el momento en el que la nostalgia, pregonando la verdad pragmática, sale a pasear en el troncomóvil de Los Picapiedra, para que olvide que -mea culpa, mea culpa- pequé siendo una y otra persona; el momento en el que las ansias de la picardía, regresa al puesto de libros usados de don Goyo, en el que, al escamote, se podía comprar una revista mexicana de mujeres desnudas, irrealmente bellas, plagadas con anuncios de masajes relajantes con final feliz, anuncios que, con dolo, eran colocados a la par de la foto del ministro de defensa, en calzoncillo, de la mano con su biógrafo.
En mi caso, asomarse a los recuerdos, de un lado y del otro, es asomare al zaguán del mesón donde vivía, para decodificar: el misterio de la conciencia que, inconsulta, me nació el día que compartí la comida con mis compañeros de sexto grado; la arquitectura sombría de los túneles que conducían hasta la última celda de la cárcel clandestina que hizo hablar hasta al Sordomudo Cruz. Para fijar la paradoja del pecado original, tanto político como venéreo, vienen a la mente las rejas de esa avenida, las que, por tradición, prometían conducir al insondable paraíso terrenal de la fornicación política -un verdadero hoyo negro del placer y del poder, he de confesar- con unas mujeres irreales, cuyos fetiches de la buena suerte eran unas pócimas de ruda machacada con alcohol alcanforado (y cinco gotas de pachuli, cuando se tenía dinero suficiente), y usar faldas cortas, zapatos verdes de plataforma blanca, blusas escotadas hasta el ombligo y, para rematar el conjuro, calzones floreados impunemente cristalinos.
Las casas aledañas combatían la penitencia del pecado ajeno con incienso de sándalo, y el almacén de muebles elegantes, espejos barrocos, cosméticos baratos que parecían caros, electrodomésticos fuera de este mundo, y -como novedad milagrosa-, televisores a todo color, repartían entre sus clientes hostias bendecidas -por el mismísimo Papa-, y les prometían que, si compraban al crédito, sus almas serían salvas, y no caerían en la tentación de la carne que merodeaba a unos metros de su portal.