Por René Martínez Pineda.
Ya tengo diez o veinte años de vivir en la calle, bajo las luces intermitentes de ese portal, en el peor de los desamparos. Somos muchos los que vivimos aquí, pero no existimos para nadie, porque sólo somos visibles en la madrugada. No sé cuántos años han pasado, exactamente, y ya no me importa, pues he aprendido que, cuando se carece de techo, el tiempo es irrelevante, ya que sólo es la conciencia espinosa del espacio; y el espacio no existe, sólo es lo que cubre la mirada mediada por las lágrimas, y a través de las lágrimas las cosas se deforman.
El tiempo y el espacio existen cuando están juntos, y entonces ya no son lo que algún pendejo erudito nos hizo creer que eran: la simple sumatoria de ambos. ¡Qué engaño! Lástima que eso lo descubrí cuando ya era muy tarde para mí. De haberlo sabido antes, otro gallo me cantara y otras cosas hubiera escrito. Las anteriores parecen reflexiones sociológicas, porque eso son; eso es lo único que logro recordar de la profesión que tenía antes de venir a parar aquí. Estoy viviendo en la calle –se lo cuento, aquí, en confianza, aprovechando este breve instante de lucidez- no por falta de educación, sino por todo lo contrario… y por la crisis económica que generó, y de la que se lucró, el bipartidismo, pero esta última fue una causa secundaria y sarcástica, al menos en mi caso, porque yo sí tenía un empleo decentemente pagado. ¿Se fijó? Dije sarcástica, con seguridad, no fue un desliz del Alzheimer, debido a que el bipartidismo era, en realidad, un mismo partido con dos cabezas. Pero ese es otro relato.
Es cierto que cada día era más difícil satisfacer las necesidades básicas, pero se podía sub-vivir restándole centavos a la comida, al cultivo del espíritu, al tratamiento de los achaques. Pero no fue eso. ¡No! Un día, sin qué ni para qué, cuando salí de la universidad en la que trabajaba como profesor de Sociología, simplemente ya no supe cuál rumbo tomar. Me quedé mudo, inmóvil, a media calle, sin saber si terminar de pasarla o regresarme, y por estar pensando cuál pie mover primero (¿izquierdo? ¿derecho?), dejé de caminar. Me quedé parado a media calle, y sentí cómo la médula espinal se apoderaba, con un escalofrío, de mis sesos, y ya no supe cómo llegar a casa, o cómo reconocer a mis familiares cuando me topara con ellos al doblar la esquina. ¿Quién dice que no se puede naufragar en tierra firme? Ellos, seguramente, notificaron mi desaparición ante las autoridades competentes, pero jamás se les ocurrió buscarme en la calle, debajo de esos cartones, en el regazo de ese puente que se ríe de mis zapatos rotos cuando los ve. Después de un año de búsquedas infructuosas, ellos y yo nos cansamos, y desde entonces la calle ya no es un lugar terrible, u oscuro, porque gané la certeza de que no voy a escapar de ella. La certeza es lo único que nos da sosiego, aunque sea la certeza de que estamos condenados.
Le decía que yo caí en la indigencia, no por ignorancia, sino por erudición. Eso le parecerá absurdo, pero si usted lo analiza, detenidamente, se dará cuenta de que no hay nada más lógico. Los miles de datos, conceptos e imágenes que deambulaban por mi cabeza, hicieron corto circuito, y ya no supe qué hacer, o para dónde caminar, o qué pensar. Esas miles y miles de cosas eran como vidrio molido retorciéndose en mis sesos, y, entonces, dejé de pensar para evadir el dolor de no saber conectar las ideas con la realidad.
En cuestión de segundos, o de treinta años, la confusión se adueñó de todo, y eso provocó que me quedara estático, temeroso de ir más allá de los límites de esta calle, y desde entonces la convertí en mi dulce hogar, en mi mundo, porque sé muy bien dónde empieza y dónde termina, y eso me llena de confianza y de rutinas, porque éstas son la mejor terapia para ganar la certidumbre. Cuando sabemos demasiado, todo se hace complejo. Miles y miles de cosas dando vueltas en la cabeza, sin orden alguno, mostrándome imágenes de asesinados junto a las gráficas de la bonanza neoliberal; mostrándome datos del incremento meteórico de la riqueza de los dueños de almacenes y supermercados, junto a imágenes de familias suplicando –por el amor de dios- un pedazo de pan para velar al hijo desaparecido en las tinieblas de la noche. ¡Qué locura! ¿Qué país puede hablar de democracia si es sometido por el crimen?
Imagínese lo que significó quedarse en blanco, de repente, a media calle, sin poder recordar cuál es mi nombre. Pasé horas y horas viendo el reflejo de mi cara en las vitrinas para ver cuál nombre calzaba con ella, y nada; imagínese lo que significó, para mí, profesor de sociología -acreditado, pero sin méritos para obtener un crédito bancario- llegar al convencimiento de que el saber las causas de las cosas no las resuelve; imagínese lo que significó, para mí, asiduo lector de obras literarias universales, no saber diferenciar la realidad de la ficción; imagínese lo que significó, para mí, estudiar un doctorado y tener miedo de armar ideas propias. Y es que, cuando sentimos miedo, pero miedo de verdad, miedo sin remedio, miedo de morir o de pensar, optamos por quedaros parados, mudos, con la respiración retenida y los ojos cerrados, esperando que el peligro no nos descubra… y después ya es muy tarde, porque hemos olvidado qué hacer o cuál rumbo tomar; y entonces tenemos que comprobar, de vistas y oídas, que el frío de la madrugada no es una licencia poética, sino una tortura perpetua y constitucional.
Ya tengo siete o veinte años de vivir en la calle, bajo las luces de ese portal de acaparadores; siete o diez años de ser un alcohólico consuetudinario, de ser la única compañía de esta pobre infeliz que ha confundido su parasitismo con un embarazo. Esa es su realidad, la razón absurda que la mantiene con vida, así que opté por no sacarla de su error, porque, como le dije, a veces el saber demasiado nos lleva a la locura, a la paralización de la mente, a la amputación de las piernas, porque entendemos lo que pasa, pero no podemos remediarlo.
El golpeteo de la lluvia es cruel e implacable, pero seguiré resistiendo hasta que logre averiguar qué hacer con todo lo que sé. Entonces podré regresar a casa, si no es demasiado tarde para todos.