jueves, 5 septiembre 2024
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Escrito en una servilleta: Ego ignotus

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"Para mí, la identidad es el recuerdo desconocido del invierno que me invitaba a jugar en el río que brotaba en la vereda empinada del cantón": René Martínez.

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Por René Martínez Pineda.

Casas respirando nostalgias que, como farolitos de Ataco, incendian la memoria de los buenos tiempos en los tiempos malos que me hicieron tomar decisiones desconocidas; iglesias pregonando la salvación, aquí en la tierra, con la hostia de la paz precaria en la misa de la Ciguanaba; calles empedradas que lloraban para convocar la melancolía desconocida de las tardes de juegos sudorosos y amores platónicos que, durante treinta años, los delincuentes me robaron a plena luz del legislativo; parque infantil que, a pesar de todo el mal sufrido, guarda el eco de las horas junto a mis amigos del alma que durarían toda la vida; río místico en el que perdí la inocencia con las mujeres desconocidas que, entre chambres de cemita mieluda, llegaban a lavar su ropita en las pozas que, cual espejo de una identidad desconocida, lamían los luceros antes de comérselos en un solo bocado; la pupusería de la Niña Lilian, en Ciudad Delgado, paisaje gastronómico, ferroviario y cultural que, con el vaho del chocolate de tablilla, me contaba leyendas desconocidas; personajes estrafalarios dándole la razón a la historia espeluznante del genocida; el tren pitando añoranzas desconocidas para hacer saltar mi corazón con los sueños de viajar a lugares que, por remotos, eran otro mundo. Casas, calles, trenes abatidos, son los recuerdos que me recuerdan que la identidad cultural es una territorialidad construida con relaciones cotidianas que le dan sentido al concepto “nosotros”, los eternos indocumentados, y por eso no importa si el territorito es municipio o distrito, porque la identidad no es un burocrático tamal pisque, ni la sangre derramada es sopa de patas.

En las horas de la presencia ausente, la identidad me revela que su ombligo no está enterrado en un título político-administrativo, sino en las personas sin distancias ni trámites migratorios. En las calles que siempre me esperan, está la huella digital de lo que fui para ser lo que soy; en la cancha polvosa en la que fui el mejor futbolista del mundo, persiste el griterío de ilusiones desconocidas; en la iglesia en la que hice la primera comunión, sólo para saber qué sabor tiene la hostia, pulula el incienso de mis pecados inmortales; en el aula en la que aprendí a leer, sigue latente la matemática del primer beso y la geometría de los suspiros que me arrancaba la profesora de cuarto grado, aunque esa escuela ya no esté dónde la dejé o haya cambiado de nombre.

Aunque parezca hechicería, el universo cabe en un totoposte comprado desde la ventana del bus interdepartamental que, bufando, me lleva a la familia; los amigos son cada grano del arroz teñido que, con drástica gula, comí en el parque Cañas; las pupusas de comal de barro de Olocuilta son mi luna nutritiva, porque se parecen a ella cuando está llena; el hambre me susurra conspiraciones en la yuca con chicharrón arqueológico; la sopa de frijoles con chufles y aguacate, es el océano tenebroso que me transporta al nuevo continente de los tres tiempos de comida; la sopa de chipilín con hueso de tunco, es el camino que me lleva al comedor de la bisabuela para compartir, otra vez, abrazos incansables. 

Para mí, la identidad es el recuerdo desconocido del invierno que me invitaba a jugar en el río que brotaba en la vereda empinada del cantón, y en el que eché a navegar el barquito de papel que, de contrabando, transportaba mi sueño de un país con loroco bendito. En la casa que dejé atrás cuando la vida me llamó a emprender la aventura del descubrimiento, dejé olvidados los juguetes para tener una razón de regresar y, aunque ya no esté ahí, de techo presente, en ese lugar siguen brotando los recuerdos de la infancia, recuerdos que, como piedra, me esperan con los brazos abiertos para cuando tenga tiempo de ir a visitarlos y hablar carburo todo el día; recuerdos que me recibirán con una sonrisa que me dirá: “seguimos siendo tú, cuando niño”.

Casas, nostalgia desconocida disfrazada de recuerdos que, aun estando lejos, siguen en un rincón del alma, que es la metáfora de la identidad que me forjó el entrañable pueblo a fuerza de relaciones cotidianas con los familiares, vecinos y amigos, que son la desconocida niebla del tiempo medido en el imaginario, no en el calendario; que son la parte más íntima de mi cuerpo inmune al silencio del olvido duro-blandito. Calles, familia, amigos y creencias son mi identidad, y ella está presente en el cuerpo-sentimientos como parte de la tierra que me vio crecer, tierra a la que sigo amando a muerte, aunque ya no esté ahí o se haya cambiado el nombre para jugar escondelero conmigo.

La identidad es el telar desconocido de San Sebastián donde tejí mis relaciones de armonía y conflicto, y aunque el lugar cambie su título seguirá estando ahí, justo ahí, en un imaginario que es más misterioso que la fritada de Suchitoto. El Salvador podría cambiar de nombre y yo seguiría siendo salvadoreño, pues ese sentimiento es cultura profunda. Si la Avenida Juan Bertis cambia de nombre, seguirá estando ahí, esperándome, debido a que la identidad no es burocracia, es presencia en la ausencia, ya que cuando emigramos de un lugar, el lugar se va con nosotros como violinista en el tejado. Los componentes vitales de mi identidad son las personas y mascotas dulcitas como panela, en tanto son la estructura cultural y territorial de lo que soy y no soy; las personas que conocí y amé están tan empotradas en mí esqueleto que siempre daré por sentada su desconocida existencia, así como doy por sentada la existencia del terruño natal.

La identidad, nostalgia desconocida que conozco como la palma de mi mano, no radica en cómo se llama el lugar, sino en cómo se llamó; no radica en el título burocrático que tiene, sino en el título de persona que me otorgó cuando cuidó de mí y fue el confidente de mis secretos. Y aunque los salvadoreños son los que nunca sabe nadie de dónde son, aunque somos de origen desconocido porque somos el secreto mejor guardado del mundo, juro a los pies de El Salvador del Mundo bebiendo shuco, que sí sabemos de dónde somos y dónde tenemos la identidad: en la tierra sin título, en el cielo de febrero embravecido y en el gentío con el que entablamos relaciones tan cotidianas e íntimas como los edificios de la Zacamil; las personas que forman parte de nuestro cuerpo porque son la llama del imaginario en el que yo soy la aparición, yo el espectro, yo el esquinero sospechoso… Ego ignotus.

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René Martínez Pineda
René Martínez Pineda
Sociólogo y escritor salvadoreño. Máster en Educación Universitaria

El contenido de este artículo no refleja necesariamente la postura de ContraPunto. Es la opinión exclusiva de su autor.

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