Por René Martínez Pineda.
Justo el martes, sintió que el viento se puso carrasposo, y entonces recordó que sintió lo mismo, trece años atrás, cuando treinta y un asesinos se llevaron a su hija en medio de un arrasador toque de queda barrial que lo dejó loco; que lo dejó escarbando el suelo con la mirada en busca del rastro de su niña; que lo dejó tarareando sonidos extraños para no sentirse solo; que lo dejó gruñendo como animal para no saberse indefenso. Así lo hallaron tres días después, loco y sordo, aunque de lo último no se percataría nadie porque aprendió a adivinar las palabras en el gesto de los ojos. Desde el día que se la llevaron, la vida no valía la pena, y el tiempo era una filosa pausa que consumía, hasta el delirio, en el exacto lugar en el que la vio por última vez. Desde ese día fatídico, el cielo era algo gris y huraño, y el aire -que por esos días venía cargado con el aroma del algodón de azúcar de las fiestas patronales- se fue convirtiendo en un atol hirviendo que se derramaba, gota a gota, en su memoria, haciéndolo saltar de dolor, hasta que, un día, perdió el sentido, y tuvieron que ir a recogerlo a la orilla del río para que los fantasmas de su mente no lo mataran de desconsuelo, a las doce de la noche… para que no lo dejaran “jugado”.
Cuando puso las noticias de las cinco de la mañana y supo que darían el veredicto, la boca se le puso amarga, tal como en la noche en la que sintió el rumor de los asesinos caminando por el patio, dejándolo inundado de un olor a cipreses. Anoche –le dijo, a su mujer- sentí que la casa se llenaba con el olor de los cipreses del cementerio y la boca me amaneció como si hubiera masticado quina. No te aflijás –lo tranquilizó- esas son las dolamas de los pobres, y contra ellas no pueden ni las pócimas de don Virgilio. Después de tantos años de vida muerta y de locura cuerda, recordó que no había olvidado la aspereza del viento, ni el sabor amargo en la boca, ni el olor a cipreses que se le trepó en el alma desde aquel día -tan remoto para los victimarios, tan cercano para él- que se llevaron a su niña con rumbo desconocido.
La brisa era una sopa densa, allá afuera, y las estrellas aún estaban en su puesto, como esperando a ser contadas, una a una, por los insomnes empedernidos que dibujan libélulas con las luces de la locura. Después de tomarse un café de maíz, la amargura fue soportable y, con movimientos lentos y parpadeos rápidos, se puso la ropa de domingo porque, después de muchos calendarios, oiría la condena a los asesinos, después de tantísimo dolor retenido en silencio y a solas, y creyó que eso lo llevaría a la resignación. Anoche –le dijo, a su mujer, como si hubiera olvidado que ya se lo había dicho- pasó algo raro, sentí el olor de los cipreses. Esas son las dolamas de los pobres, le reiteró, con la ternura que se le tiene a un enfermo terminal, presintiendo que el dolor de su memoria se haría más crudo, pues no creía que la condena tardía -por haberlo dejado caminando entre los espectros de los cementerios- surtiera algún efecto consolador en su marido.
Él, presintió la cara burlona de los asesinos al oír la sentencia. ¡Desde ya estás viviendo de prestado, juez!, gritó, uno de los asesinos, y agregó: con la ley me limpio el culo, lo sabés bien, así que no me abaniqués la cara con ese veredicto inapelable si no querés dormir en el sereno cuando nuestra gente gané las elecciones y salgamos de la cárcel.
Por la tarde regresó con los pies llagados y la cara ensopada, apartando con la mano el olor a cipreses que, por espeso, le impedía caminar. Tuvo que asomarse al agua de la pila para comprobar, como si no lo supiera, que era un fantasma rudimentario que jamás hallaría la paz, porque la cárcel del asesino no revive a los muertos. Pero algo es algo, se dijo, a sí mismo, buscando consuelo. Tenía el lomo semicircular de tanto tratar de hacer desaparecer los pasos de quienes se llevaron a su hija, pasos que conducían hacia el mismo impenetrable lugar: el olor de los cipreses.
Por la noche, Don Virgilio le tocó el pesar en la frente, y le recordó, con su voz de pregonero de lluvias, que no sabía cómo curarle la nostalgia. No se preocupe –le contestó, como si estuviera en su lecho agonizante- ya sé que estoy condenado a que se me deshaga el corazón. Don Virgilio quiso aliviarle la carga con un gesto, pero ¿cómo remendar el alma si camina descalza detrás de los gritos; y el suelo es duro y frío; y la ropa amanece triste?; ¿cómo aliviar la memoria cuando la memoria es un castigo insobornable y vitalicio?
Y, sin decir nada, se fue al rincón donde vio a su hija por última vez, repasando de memoria la agonía de su petición de auxilio, esa que no hay forma de incumplir si se quiere ser buen padre. Cuando su mujer lo alcanzó, él –señalando el lugar donde se había sentado todos estos años malditos- dijo: Aquí. Y ella comprendió que él no entraría a casa. El olor a cipreses lo cubrió todo con sus manos, hasta que de él sólo quedó una silueta indescifrable para los de este mundo tan lleno de días sombríos que nunca pasan, aunque pase el tiempo. Aquí, aquí, repitió, en tono desgarrador, y entonces el paisaje se puso triste, como presintiendo un drástico desagravio.