Por René Martínez Pineda.
Reyes y súbditos; ricos y pobres; mentira y verdad; victimarios y víctimas; corruptos y honrados; retrógrados y utopistas; verdugos y mártires; arriba y abajo; los otros y nosotros. El país, mi país, este El Salvador que fue privatizado a plena luz del día para nacionalizar la miseria; este El Salvador que no salvaba a su pueblo… siempre ha estado dividido radicalmente, unas veces por puro instinto de sobrevivencia, y otras, por convicción política. La causa originaria -la prima causa- de todas esas divisiones sociales -forzosas y forzadas- siempre ha sido la misma y ha sido única: la injusta distribución de la riqueza que nos divide en pocos ricos y muchísimos pobres, y a partir de ella se han generado, en conspirativo silencio, las otras divisiones coyunturales que han sido igual de radicales y cruentas.
En los tiempos de la pintoresca explotación añilera que tiñó de azul la sangre de los hacendados, estábamos divididos en encomenderos y encomendados, en decapitadores y decapitados; en las décadas de la dictadura militar, en reaccionarios y revolucionarios, en masacradores y masacrados; en los tiempos de los acuerdos de paz que instauraron otra guerra, en negociadores y negociados como forma política moderna de la Encomienda Colonial; y en la Era de la Gran Delincuencia, en victimarios y víctimas, en sepultureros y sepultados, en extorsionadores y extorsionados. En esas divisiones, el pueblo siempre ha estado después de los otros, aunque sea mucho mayor en número.
A partir de 2019, año en que inicia el turno del ofendido y el pueblo se quiere poner antes, el país se dividió en indignados e indignos, en traicionados y traidores y, uniendo el instinto político democrático con la convicción moral imperativa, cada uno de nosotros ha elegido en cuál bando quiere estar. Ese nuevo tipo de división social (propio, conceptualmente, del siglo XXI) ha juntado, en un solo puño y en la misma bandera marcada en la papeleta, a la inmensa mayoría de ciudadanos, y la razón de ello es haber descubierto que el principal problema del país (delincuencia) sí tenía solución. Es, precisamente, esa solución la que le da sentido y contenido a la democracia (no puede haber democracia en un país dominado por delincuentes y es absurdo hablar de democracia en el país más peligroso del mundo), al mismo tiempo que fomenta la solidaridad social horizontal -en y desde el territorio- que es la base elemental de la solidaridad orgánica (la gente defendiendo los logros, el territorio, la paz y los beneficios de lo público como factor principal del plan de nación), y no mecánica (la gente uniéndose por miedo, con la única meta de sobrevivir cada día y conformarse con la caridad que la humilla y la mantiene en la triste condición de súbdito).
En la Era de la Gran Delincuencia -que duró treinta años, días festivos inclusive-, quienes no eran extorsionados por el miedo, eran extorsionados por la pobreza y la demagogia. Allá arriba, donde los corruptos compraban lujosas mansiones mal habidas, el insomnio era provocado por estar fraguando cómo, dónde y cuándo robar más; allá abajo, el insomnio era una vigilia eterna para protegerse de los cobradores de la cuota de la plancha; de los recaudadores de la renta; de los sicarios que conocieron de niños; y de los embargos que de oficio les expropiaban el patrimonio. Para las personas en vigilia, un huacal de plástico, una plancha con el cordón umbilical roto, un colchón orinado, una silla con artritis, una vajilla sin trabajo y un perro callejero que cree que es guardián, son todo su patrimonio, el patrimonio de toda una vida de trabajo arduo.
En la Era de la Gran Delincuencia -frente a la cual la delincuencia de la Chicago de Al Capone era un juego de niños- los salvadoreños fueron adoctrinados para que creyeran que la frase “el que quiera salvar su vida, la perderá” (Mateo 16:25) hace referencia a la delincuencia como paraíso terrenal del barrio. En los dos siglos de independencia dependiente, El Salvador fue tratado como patio trasero (ni siquiera lo vieron como el Estado 51) y cada presidente era, de facto, por sus funciones constitucionales: un Subsecretario de Seguridad Nacional de los EE.UU, pues ese país extiende su frontera sur hasta el Cabo de Hornos. Sin embargo, a partir de 2019 les enseñamos -mapa en mano- cuáles son y dónde están nuestras fronteras; le enseñamos -documento de identidad en mano- que nosotros somos salvadoreños, no súbditos sin nacionalidad.
En la Era de la Gran Delincuencia, no conseguíamos dormir tranquilos porque teníamos atravesados, entre ceja y ceja, un panteón de fosas comunes, y ahora tenemos un grito de dignidad y soberanía atravesado en la garganta. Hoy, de la noche a la mañana, hemos cambiado el aceite de embalsamamiento que éramos obligados a untarnos, todos los días, por la pócima de amor drástico que receta el poema de amor de Roque: un poquito de polvos venga venga -esparcido generosamente en el cafecito de la mañana y en la sopa caliente del mediodía- para que el amor sin miedos regrese a nuestro pecho. Hoy, de la mañana a la noche, hemos tirado a la basura el bote de veneno que, por decreto legislativo con dispensas de trámite y maletín negro debajo del curul, éramos obligados a beber por la noche -tres gotas antes de acostarse-, y lo hemos sustituido por el agua bendita de la motivación que nos libra de todo mal, y por siete dientes de ajo, machacados sin piedad, para alejar a los monstruos, hienas, ratas y vampiros de la vieja sociedad que está en cuidados intensivos en el hospital de la historia.
Las cosas son distintas hoy que tenemos la tinta adecuada para escribir un solo libro con las víctimas como personajes triunfantes y diálogos completos; un libro que se irá editando para mejorarlo en la medida en que la vida recupere la vida. Después de los treinta años en que vivimos en peligro, las palabras tienen otro tono, y tienen buenos ánimos, y tienen nuevos amigos: esas personas que no conozco ni me conocen, pero con quienes coincidimos en la desconocida voluntad de reinventar el país a imagen y semejanza de nuestros hijos infinitamente amados en la inmensa soledad de no sentirnos solos otra vez. 2019 no fue la estación del tren en la que nos bajamos después de una larga travesía llena de decepciones y traiciones, sino la estación en la que nos subimos para emprender una travesía llena de ilusiones. En 2024, el tren de la historia hará una parada técnica para que nos bajemos a poner el último clavo en el ataúd político de los infames.