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Epí­stola a los pobres de espí­ritu

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Sobre el sufrimiento eterno y la vida perdurable, amén.

De nuevo he logrado escapar a la asfixia de la Semana Santa en Guatemala, y disfruto del feriado en Costa Rica, en donde la fe católica no alcanza el paroxismo patético de sangre y muerte con el que el barroco religioso sigue torturando los corazones y las mentes de la ex-Capitaní­a General, agobiada hasta hoy por las estructuras y las mentalidades coloniales.

Ciertamente, en el resto de Centroamérica la Colonia no pesa tanto tras el mecapal ideológico de servidumbre, como gravita en el ex-Virreinato de México y en Guatemala. Sobre todo en Guatemala, si se trata de la Semana Santa, cuyo único parangón está en Sevilla con su clima de santos y toros, mujeres de negro, cuchillos y luna, evocado tantas veces por Garcí­a Lorca.

A pesar de todo, la posmodernidad light ha venido a llenar la atmósfera enrarecida de la religiosidad guatemalteca con su más depurada vacuidad, tal como lo ha llenado todo con los leves contenidos de su relativismo ecualizador y por ello paralizante. De modo que si antes resultaba pintoresco mirar a los cucuruchos “fondeados” de borrachos en las plazas de Antigua, hoy resulta entretenido ver a los millennials —cargadores de santos y ví­rgenes— separando su hombro del anda y regodeándose en su astucia cual traviesos herejes que así­ se “rebelan” contra sus papás y, de pasada, dizque también contra el sistema que les censura las greñas “emo” y la sonrisa flotante propia de las mentes en blanco.

Esto, empero, no quiere decir que el conservadurismo feroz y reaccionario del catolicismo inquisitorial que vino con los colonizadores haya menguado. Claro que no. Bajo las andas, sudados y con desbordada expresión de sufrimiento contrito, se ve a legiones de falsos culposos cargando a santos en los que no creen, pagando grandes sumas de dinero para ser vistos en tales trances y hacer méritos dentro de la hermandad, la cofradí­a, la mafia burocrática, el cí­rculo de servidumbre. Por otro lado, también se ve a los culposos de verdad, tragándose el cuento de que a ellos se debió el martirio de su dios, y el de que esta vida se hizo para merecer otra que, después de la muerte, les deparará la dicha eterna. Vaya manera de inmovilizar a la masa ignara.

De todo esto y, además, de los tediosos embotellamientos de tránsito que esta hipocresí­a colectiva produce, me estoy librando en Costa Rica, en donde las alfombras sobre el pavimento están pintadas con brocha gorda y en donde las procesiones son modestas y livianas, como lo es la fe en donde no hubo peso colonial porque tampoco hubo una cultura sobre la que se hiciera recaer el yugo de la explotación colonizadora; y en donde los colonos echaron raí­ces en medio de la nada para su solaz y esparcimiento sin trabas.

He dicho antes que serí­a más sano conmemorar la resurrección y no la muerte de Cristo, porque aquélla es la prueba de que él triunfo sobre ésta por medio de su fuerza espiritual. Y que la solemnidad morbosa con que se conmemora en mi paí­s su muerte, expresa la conflictividad emocional del guatemalteco: un ser torturado por el miedo, la muerte y la sangre desde mucho antes que el barroco los glorificara para eterna amargura de los pobres de espí­ritu, cuando los quichés masacraban a los cachiqueles y los mexicas sometí­an a los quichés.

Bienaventurados pues los ignaros porque de ellos es el reino de la ilusión de la vida perdurable a cambio del más disciplinado —o alegremente fingido— sufrimiento.

Podéis ir en paz…

Sitio web del autor, aquí­.

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Mario Roberto Morales
Mario Roberto Morales
Escritor, periodista y catedrático guatemalteco; ha sido Premio Nacional de Literatura de Guatemala. Ha escrito novelas, cuentos y ensayos

El contenido de este artículo no refleja necesariamente la postura de ContraPunto. Es la opinión exclusiva de su autor.

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