Si las elecciones presidenciales de 2019, en las que fue elegido Nayib Bukele, removieron el sistema político local e hicieron caer el bipartidismo antagónico de 30 años de posguerra -dominados por las derechas y las izquierdas tradicionales-, los comicios del F28 podrían estremecer ya no el presidencialismo que dominó y que domina actualmente, sino casi todo el andamiaje estatal.
Desde antes de concluida la guerra civil no se dieron las famosas aplanadoras en el órgano legislativo, en el cual el oficialismo dominaba absolutamente el llamado primer órgano del Estado y con ello a los demás órganos (elegidos en segundo grado): magistrados de la Corte Suprema de Justicia, Fiscalía General, Corte de Cuenta, Procuraduría de la República y Procuraduría de Derechos Humanos, entre otros.
Las últimas aplanadoras fueron: la del Partido Demócrata Cristiano (PDC), en 1985, conocida como “Aplanadora Verde” -por el color de los democristianos-. Entonces, en medio de la guerra civil, la Democracia Cristiana aliada a los militares y a Washington, su principal objetivo era derrotar a la guerrilla.
Luego vino en 1988 una breve aplanadora de ARENA, lograda con triquiñuelas y leguleyadas.
En la actualidad una aplanadora legislativa tendría otras connotaciones: la imposición de los designios del poder que ha creado Bukele y su partido. El Salvador vive un trance en el que los partidos hegemónicos de los últimos 30 años, representantes de poderos sectores empresariales y políticos, están siendo desplazados por un poder emergente que tiene visos de autoritarismo, que algunos califican de “populista”, pero en realidad no está del todo definido.
No obstante, analistas locales indican que en el fondo de este proceso confrontativo, está una lucha sectores empresariales emergentes que tratan de socavar el viejo poder llamado oligárquico (que dicho sea de paso le han quitado el respaldo a su maquinaria política representada en ARENA).
El poder oligárquico tradicional, no sólo fue inamovible en la posguerra, sino que fue fortalecido en los últimos 30 años. Ni los 10 años de gobiernos de izquierda le hicieron mella, cuando sus adeptos añoraban los soñados y prometidos cambios estructurales en beneficio popular.
Sectores de la izquierda intelectual no partidarista creen que tampoco el “poder empresarial emergente” (si es que es real) puedan hacer cambios estructurales que estén en función popular, o de la sociedad en su conjunto, por lo que pregonan por el forjamiento de una nueva y poderosa fuerza que vaya a la búsqueda de los verdaderos intereses populares, relegados históricamente.
Hay incertidumbre, grande y fuerte. Pero lo que si, nadie quisiera como consenso nacional, es la vuelta de dictaduras, de represión antidemocrática, anulación de una verdadera democracia y nuevas guerras.