En lo que se refiere a la autoridad pública, la misma se había venido erosionando, de forma acelerada, desde los años setenta. La represión era brutal, ciertamente. Pero no sólo era ilegítima, sino ilegal en muchos sentidos. A su vez, era una autoridad incapaz de contener los desbordes de unas organizaciones populares, lo mismo que de unas organizaciones político-militares, cada vez más desafiantes y dispuestas a resistir la violencia estatal y paraestatal. En los años ochenta, se agudizó la pérdida de legitimidad de la autoridad pública, al igual que su incapacidad para ejercerse no sólo en las zonas bajo control guerrillero, sino en el submundo del crimen y la violencia que cobró vida en espacios urbanos (no necesariamente abatidos por la pobreza y la exclusión) de las principales ciudades del país, especialmente en San Salvador.
Este submundo se fue afianzando a medida que la guerra civil se desarrollaba. El Estado no sólo no le prestaba atención, sino que, en algunas de sus expresiones, lo toleraba y alentaba, como fue al caso del comercio y consumo de drogas y alcohol, el tráfico de armas y el contrabando de vehículos. Individuos y grupos de distinta procedencia social –no faltaban quienes provenían de la clase media, aunque los sectores marginales urbanos eran los predominantes— comenzaron a realizar su vida en ese submundo del crimen y de las prácticas violentas.
Sólo como ilustración, en los años ochenta surgieron en distintos puntos de la capital bares, restaurantes y discotecas en los cuales lo normal no sólo era el consumo sin límites de alcohol y drogas, sino las peleas que en muchos casos incluían armas de fuego. También proliferaron los servicios de prostitución que se anunciaban en los periódicos más grandes del país.
Con el fin de la guerra civil, una de las principales apuestas para la construcción de un ordenamiento democrático era la desarticulación del entramado represivo y autoritario que tanto dolor y muerte había causado entre la población civil prácticamente desde 1932. Dada la historia del país, tenía pleno sentido el propósito de los Acuerdos de Paz: la construcción de un orden democrático pasaba por la superación del autoritarismo. Y es que, en efecto, uno de los opuestos de la democracia es el autoritarismo; por tanto, si se quiere aquélla, hay que impedir que éste pueda recuperar cualquier terreno en la esfera política y cultural.
El gran desafío eran superar la “autoridad autoritaria”, reemplazándola por una “autoridad democrática”. Dadas las dinámicas históricas del país en materia de vio (Ver, entre otras investigaciones relevantes, el estudio de Patricia Alvarenga. Cultura y ética de la violencia. El Salvador 1880-1932) y dadas las dinámicas de la sociedad salvadoreña que emergía en la postguerra, el carácter de la autoridad democrática no tenía que ser endeble; es decir, lo democrático no tenía que debilitar la dimensión de autoridad que se requería en el contexto particular de El Salvador en la postguerra. Dicho de otro modo, autoridad democrática no debía significar ausencia de autoridad o autoridad disminuida en su capacidad de mantener el orden social y de contener los desbordes de individuos y grupos cada vez menos dispuestos a autoncontrolarse y autolimitarse.
Es válido preguntarse por cuáles son las diferencias existentes entre autoridad autoritaria y autoridad democrática. Pues bien, a simple vista se puede creer que la principal diferencia estriba en que la primera contiene un componente de fuerza (represivo, coercitivo) mientras que la segunda no lo posee. Sin embargo, cualquier tipo de autoridad descansa en un componente de fuerza. Más bien, lo propio de una autoridad autoritaria es, en primer lugar, la discrecionalidad (arbitrariedad) no sólo en el uso de la fuerza, sino también de las leyes; en segundo lugar, la ausencia de límites y controles del ejercicio de la fuerza y de la legalidad, emanadas de quienes controlan el poder político; y en tercer lugar, derivado de ello, la falta de legitimidad de esa autoridad, a la luz de criterios de un Estado de derecho. Y esos tres requisitos son los propios de una autoridad democrática: no es discrecional ni arbitraria, está sometida a controles institucionales y constitucionales, y en ese sentido es legítima. Ninguno de esos tres requisitos supone que sea débil, laxa o impotente como autoridad o que lo sea en su dimensión coercitiva.
De algún modo, en nuestro país, el poner el énfasis en la dimensión democrática, significó debilitar la dimensión de autoridad, dando pie un “vacío de autoridad” que abrió espacios favorables para la proliferación de actitudes y comportamientos que, además de afectar la convivencia social, estaban reñidos con las leyes vigentes en el país. El tiempo fue transcurriendo y, en esa medida, esas actitudes y comportamientos se hicieron algo normal, siendo lo anormal exigir su erradicación (o comportarse de una manera distinta).
El lema que dice que las “leyes están hechas para violarlas” se volvió un enunciado no sólo de grupos criminales que florecieron al amparo de ese vacío de autoridad (democrática), sino de ciudadanos aparentemente decentes que cotidianamente vieron cómo violar las leyes y abusar de los demás era lo que se esperaba de cada cual, en una país en donde la autoridad brillaba por ausencia. Eso es precisamente lo que sucedió en ámbito del transporte público: empresarios, motoristas y cobradores convirtieron las calles y avenidas en coto exclusivo para sus abusos, violencia, violación de las leyes y negocios ilícitos. Para este sector, su violencia, desorden, abusos y negocios se volvieron un “derecho”. Un derecho que se hizo realidad al amparo de una autoridad (institucionalidad) débil, tolerante y cómplice.
En fin, los libros podrán decir lo que quieran acerca de las posibilidades de que una nación que sale de una guerra civil (y con antecedentes de una fuerte cultura de la violencia), con una autoridad estatal disminuida o debilitada en su capacidad de mantener el orden y asegurar que los ciudadanos y ciudadanas respeten las leyes, pueda transitar ordenadamente hacia una convivencia pacífica (y hacia un Estado de derecho). Es probable que haya por ahí alguna nación ejemplar que sí lo ha logrado.
Pero, en el caso de El Salvador, el experimento no arroja un saldo positivo, tras 24 años de haber terminado la guerra con unos Acuerdos de Paz. Ha llegado el momento de plantearnos el desafío de dar vida a una autoridad democrática plena, es decir, una autoridad que sin dejar de ser democrática (y acorde, en ese sentido, con el respeto de los derechos humanos) no deje de ser autoridad: una autoridad robusta, eficaz y eficiente. Una autoridad capaz de asegurar una convivencia social en paz y respetuosa no sólo de las leyes, sino de la vida humana.