Hace casi cinco meses, el 17 de octubre de 2019, José Apolonio Tobar pasó a ocupar la silla de Procurador para la Defensa de los Derechos Humanos (PDDH), tras ser elegido como el séptimo funcionario en la dirección de la institución, desde su fundación en 1993. Un día antes, la Asamblea Legislativa con 56 votos -36 de propietarios y 20 de suplentes-, lo ungía como el escogido, al culminar un proceso cargado de señalamientos.
La Comisión Política, órgano de la Asamblea responsable de esta designación, debió depurar un listado de 24 aspirantes y enviar una lista de favoritos al pleno del congreso salvadoreño. Tras 25 días de retraso, y en medio de rumores, la decisión llegó.
Por un lado, las reglas del juego nunca estuvieron del todo claras: no existe un perfil para este cargo ni un procedimiento específico para su elección, defectos que se repiten en otras elecciones en manos de la Asamblea[1]. La misma Comisión Política admitió públicamente no tener ningún instrumento objetivo de calificación. No es sólo que los diputados y diputadas no sepan cómo hacerlo mejor, es que la oscuridad de este camino les otorga una amplia cancha para el cuoteo. Tampoco es cuestión de ideología: que el mando de una institución responda a la “derecha” o la izquierda” no es tan relevante como que esté dispuesta a callar y encubrir a políticos y sus mafias, o a “bendecir” las acciones del gobierno de turno, cualquiera sea su impacto. En esta elección, abiertamente, el FMLN se adjudicaba el “derecho” de nombrar en PDDH a alguien afín, como en otras ocasiones lo ha hecho ARENA, por ejemplo, en relación con la Fiscalía General.
Por otro lado, Tobar presentaba antecedentes que debieron examinarse y que muy probablemente lo descalificaban. Pero nada, pasó la prueba prácticamente intacto. Fue tan bien calificado –si podemos usar ese término en un proceso sin fundamentación ni criterios– como otros aspirantes con reconocidos conocimientos y trayectoria en derechos humanos.
Esas irregularidades valieron para que un abogado presentara una acción ante la Sala de lo Constitucional de la Corte Suprema de Justicia, en espera de que esta declarara ese nombramiento como inconstitucional. En enero de 2020 la demanda fue admitida por dicha Sala, pero no por falta de comprobación de requisitos del elegido, sino por fallas en el procedimiento de selección, específicamente “para determinar si la Asamblea Legislativa ha incurrido en un fraude a la Constitución al utilizar la figura” de diputados suplentes para la votación, sin existir los presupuestos para este llamado. Esta primera decisión en el caso parece seguir la rica y a la vez polémica jurisprudencia, que la Sala de lo Constitucional desarrolló a partir de 2009 en materia de control judicial de las designaciones de altos funcionarios, que partía de la premisa que si bien son nombramientos políticos, al estar basados en la Constitución, pueden ser impugnados cuando violenten algún elemento de esa norma primaria[2].
Para los congresistas quizás haya sido un relevo más de un funcionario, pero la PDDH es una institución de control con un rol importante en la lucha contra la impunidad, los abusos de poder y las injusticias sociales. Su creación fue una conquista de un pueblo en dolor, que, habiendo sufrido una guerra descarnada, quería una institución que vigilara los excesos del poder y que no empeñara el futuro del país.
Las organizaciones de la sociedad civil sabiendo lo que este nombramiento entraña, vigilaron de cerca el proceso, con propuestas y disposición de aportar, y con reclamos cuando hizo falta. Si algo debemos rescatar de este proceso de selección, más aparente que real, es que cada vez la sociedad cobra más conciencia de que no podemos ser solo espectadores de estas dinámicas viciadas.
Una PDDH cómoda
Si bien esa designación no fue la idónea, una vez en el puesto, la legitimidad de Apolonio se debe asentar en los resultados técnicos, oportunos y justos, expresados principalmente en sus opiniones y resoluciones, para ganar el peso moral que ese cargo exige.
Hasta ahora, el nuevo Procurador más bien se han inclinado por actuar con una visión simple y restringida, que le apuesta al inmovilismo. Esto no es algo menor, en un país con tantas injusticias y desigualdades como El Salvador, que la PDDH deje de denunciar pública y jurídicamente y se dedique a actividades protocolarias, sin consecuencias para los violadores de derechos humanos sería una tranquilidad para los sectores oscuros. En otras palabras, que se convierta en una inoperante oficina de quejas ciudadanas. En las últimas semanas, por ejemplo, organizaciones de la sociedad civil criticaron la tibieza de Apolonio, frente a dos acontecimientos trascendentales: el intento del Presidente Nayib Bukele de tomarse la Asamblea Legislativa por la fuerza, y la aprobación de la Ley de Reconciliación Nacional, condenada internacionalmente por tratarse de una nueva amnistía para los graves crímenes de la guerra.
El defensor del pueblo, Procurador para el caso salvadoreño, también puede maniobrar legalmente: su mandato le permite promover acciones o recursos judiciales o administrativos, en los casos en que sea procedente, además de hacer investigaciones y mantener comunicación con entidades nacionales e internacionales. Los informes de la PDDH que han develado la existencia de grupos de exterminio dentro de la Policía Nacional Civil, en complicidad con la Fiscalía General[3]; o el impulso para la reactivación de la orden de captura internacional contra los acusados en el caso del asesinato de los sacerdotes jesuitas y sus dos colaboradoras[4], cuando nadie en el Estado quería saber del asunto, son sólo algunos memorables ejemplos del potencial de actuación de esta institución. Justo por eso, se le intenta controlar a cada paso.
Reiteradamente se ha indicado que las actuaciones y recomendaciones de la PDDH no son vinculantes. Sin embargo, por tratarse de una institución que por mandato constitucional ejerce tan vitales funciones respecto a los derechos en ella reconocidos, sus actos tienen fuerza ética, moral y legal, como además lo reconocen los llamados “Principios de París”, documento que establece estándares internacionales para este tipo de instituciones. El cumplimiento de sus decisiones se deriva, pues, del prestigio y autonomía de su titular en cada una de sus acciones y posiciones, así como de la calidad de sus intervenciones. Su fortaleza radica en la profunda convicción de que un argumento técnico debe tener como pauta la defensa de la persona humana y su dignidad. Su principal instrumento, su autoridad moral materializada en “persuasión”, plantea el reto de lograr que quienes ostentan el poder público comprendan y asuman el enfoque de derechos en el ejercicio de sus funciones.
La PDDH debe ser un referente capaz de mediar en conflictos sociales y de promover estándares democráticos. Un interlocutor entre el Estado y las aspiraciones de los distintos sectores.
Terreno en disputa
Desde su creación los políticos quisieron tomar a la PDDH por asalto. A lo largo de los años ha sido acosada de diversas formas: recortes presupuestarios, ataques a su personal, intentos de reformas regresivas, pero el método por excelencia para darle un golpe casi mortal ha sido el nombramiento de titulares que no reúnen ni los requisitos de ley, que no dominan el derecho interno con perspectiva de derechos humanos y que responden a intereses mezquinos, por convicción o conveniencia. Sino recordemos el triste caso de Eduardo Peñate Polanco, un Procurador tan abiertamente incapaz que escandalizó hasta a la propia Asamblea Legislativa, la que terminó presionándolo para que renunciara antes de finalizar su mandato[5]. Pese a todo ello, la PDDH ha logrado agenciarse un destacado lugar en la opinión pública, ganando confianza de grupos de víctimas, y credibilidad de la comunidad internacional.
Cuando esta institución es ocupada por actores más cercanos al autoritarismo y la corrupción, que a la lucha por el respeto a los derechos humanos, es más urgente que nunca vigilarla, activarla y protegerla de que esas circunstancias se prolonguen y repitan. No sabemos cuál va ser la decisión final de la Sala de lo Constitucional sobre el nombramiento de Apolonio, pero por ahora no nos queda más que demandarle que se coloque a la altura de la historia y se gane auténticamente la posición que la Asamblea le concedió.
Lo sucedido hasta el momento con la PDDH es lamentable pero no irremediable. No debemos dejar que se pierda la capacidad de lucha ciudadana en el rescate de esta institución indispensable, que no le pertenece a ningún partido político sino al pueblo salvadoreño.