lunes, 15 abril 2024

El metro

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Después de haber perdido miles de horas en trasladarme de mi casa a Chapultepec y viceversa y contar y recontar luces de neón y estaciones y medir tiempos y secuencias de trenes y mirar rostros y apretujarse en el anonimato entre decenas de cuerpos, muchos hediondos y sudorosos, y aburrirse como molusco cuando se olvida la esencial lectura y escuchar gigas y gigas de música y luego dormirse por el tedio para despertarse por el insolente vendedor de discos de reggaetón que le sube el volumen al máximo y después, miles de horas después, no me acostumbro a utilizar el metro.

¿Pero qué haría la Ciudad de México sin el metro?, es un transporte, rápido, económico, eficiente y esencial. Es una ciudad subterránea donde lo común son los empujones y codazos, las masas desbocan su agresividad en cosas banales. He presenciado disputas encarnizadas por un asiento, el típico y territorial machismo del “¿qué le ves a mi reina?, guey”, muchas escaramuzas verbales y rara vez los golpes.

En las horas pico sus vagones anaranjados asemejan cámaras de gas, hombres y mujeres se encogen en la asfixia por la prisa de  marcar la tarjeta. Hay gente que ha llegado al extremo de abordarlo por la ventana y clamar triunfante que está dentro. Lo peor es cuando algún suicida le juega bromas al tiempo de sus semejantes con la pretensión última de que recojan su cadáver con espátula.  

El metro es un lugar donde la vida, ciertamente, es rarísima, un mundo donde abundan todo tipo de vendedores que ofertan artículos de primerísima necesidad: chocolates, dulces, chicles, pastillas para el mal aliento, pilas, pelotas, revistas, cuadernos, desarmadores, adornos para la casa, los bonitos regalos para la niña y el niño, flexómetros, estuches de costura, libros de leyendas prehispánicas, diccionarios escolares y recetarios de medicina natural.

Ahí, además, se pueden escuchar variadas expresiones artísticas como el estudiante de teatro ocurrente que grita algún monólogo de Albert Camus para ser ignorado por el respetable; el ciego que canta la melancolía de “Gavilán o paloma”; los tríos de quena, guitarra y flauta que interpretan la nostalgia andina de “El Cóndor pasa” hasta niñas entusiastas coreando los éxitos de Lady Gaga, todo por ganarse unas monedas, el cambio que agujera los bolsillos.

Ahí, también, los mendigos son legión: los chavos banda pidiendo solidaridad para no delinquir; los drogadictos con sus sinfonías de cicatrices y sus bolsas de vidrios que extienden en el suelo para frisarse la espalda e implorar un poco de morralla, la que sobre y la que falta, para elevarse.

Pululan los ancianos que apenas caminan, los enfermos con receta en mano, los marginales de cualquier índole, los payasos sin gracia, los olvidados por la ciudad de arriba.

Y también hay asaltantes, acosadores sexuales y vividores, los que se  aprovechan de las multitudes y sus descuidos para extraer lo que no es de ellos o restregarse a la fuerza con glúteos, senos y pubis prohibidos.

Y en la noche cualquiera pensaría que este mundo bajo tierra se vacía, todo lo contrario, el cabús, llamado “el vagón del amor” es el sitio de ligue y roce entre homosexuales, preámbulo de hoteles de paso y de amores desechables.

Antes de la hora prima, muchos trabajadores regresan a sus hogares, fastidiados por salir tan tarde y continuar exhaustos la rutina muy temprano del día siguiente.

Por desgracia debo seguir transportándome en metro para recorrer los 25 kilómetros obligados al trabajo, no estamos en Amsterdam para trasladarse en bicicleta, lo positivo del subterráneo es que he podido leer y releer y así sumergirme en mares de palabras e imágenes que me abstraen a lugares ignotos adonde lo único que existe en el subsuelo son hormigueros, escondrijos, cavernas, sótanos y tuberías.

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Gabriel Otero
Gabriel Otero
Escritor, editor y gestor cultural salvadoreño-mexicano, columnista y analista de ContraPunto, con amplia experiencia en administración cultural.
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