Los salvadoreños estamos nada acostumbrados a la convivencia pacífica, menos a la justicia. Históricamente los menores reclamos se han visto como “insurrecciones” o “rebeliones” y las formas de aplacar las fiebres fueron el fuego y la bala.
Incluso, hasta en las organizaciones que enarbolaron las banderas contra las dictaduras y las arbitrariedades se cometían los mismos desmanes: veamos el caso Roque Dalton, Ana María y Marcial, Mayo Sibrián y otros.
La falta de democracia y de justicia nos ha obligado a ejercer el despotismo y vemos como natural hacer desmanes de corrupción, que cuando son investigados se alega que se trata de persecuciones políticas. O se hacen matanzas en nombre de la defensa de la democracia y de la libre empresa.
El acuerdo de paz de 1992, que significó una refundación nacional de consenso, fue barrido con la Ley de Amnistía un año después al promover y legalizar la impunidad más inaudita.
El Vaticano beatificó a Monseñor Oscar Arnulfo Romero; lo mantiene en proceso de santificación, pero legalmente su crimen está en tu tierra natal en total impunidad; no se sabe su verdad jurídica ni sus responsables sancionados ni se ha indemnizado a alguien tras semejante sacrilegio.
La inhabilitación de la Ley de Amnistía, viene, si lo aprovechamos, a darnos un empujón en para reorientar a El Salvador por la senda de la democracia y la normalidad. Debe El Salvador estar dispuesto de una vez a vivir en paz, justicia y democracia.