Por Nelson López Rojas.
Hace algunos días, Andrés Espinoza publicó un artículo en otro medio que logró ponerle cifras a lo que todos en San Salvador ya intuíamos: el tráfico nos está robando la vida, minuto a minuto, semáforo tras semáforo. Según Andrés en “Lo que más me preocupa es que, parece, a nadie le preocupa”, los salvadoreños perdemos cientos de horas al año atrapados entre bocinazos, frenazos y desesperación en el transporte colectivo o en nuestro propio auto. Y no es solo tiempo, son horas de cansancio acumulado que luego se traducen en mal humor, menor productividad laboral, menos tiempo en familia con las mascotas y, en general, en una ciudad que vive agotada.
Entre sus propuestas, Espinoza sugiere escalonar los horarios: que las escuelas comiencen a las 7, gobierno a las 8:30 y el comercio a las 10. Sobre el papel, parece una solución lógica, pero en la práctica hay un pequeño o más bien gran obstáculo: los padres. Muchos de ellos tienen que llevar a sus hijos al colegio antes de irse a trabajar, y en un país donde todavía prevalece la mentalidad de que “si yo no llevo a mi hijo al colegio, se va a ir a otro lado”, cualquier intento de escalonar horarios parece condenado al fracaso. Y lo digo con tristeza porque la idea es buena.
Más allá de la buena voluntad de Andrés, el problema tiene muchas otras caras. Y como experto en la ciencia del caos vehicular, una de esas aristas es el desinterés ciudadano. Hasta el año pasado, me gustaba grabar una columna titulada “Me cuesta trabajo creer…”, pero en realidad, mi fe en la sociedad se ha desvanecido y no me cuesta trabajo creer que a nadie le preocupe el tráfico. Todos nos quejamos de las trabazones, pero pocos estamos dispuestos a cambiar algo de nuestra rutina o a exigir soluciones estructurales. Y aquí entra otro fenómeno: la complacencia. Ese cómodo y casi resignado “así es”, “así lo hemos hecho siempre”. Nos molesta el tráfico, pero si alguien viene a imponer una multa por exceso de velocidad o por hacer giros indebidos, nos indignamos. Aunque sepamos que esas medidas son para el beneficio común, nos gana la reacción egoísta.
Y para completar el círculo vicioso: la falta de consecuencias. En San Salvador, muchas infracciones viales simplemente no tienen castigo real. Se manejan mal, se invaden carriles, se obstruyen intersecciones y, salvo casos muy puntuales, no pasa nada. Así es fácil entender por qué el caos crece.
Necesitamos con urgencia una reeducación vial integral. Y no solo se trata de infraestructura, no solo se trata de reajustar horarios: se trata de formar ciudadanos respetuosos, conscientes y sobre todo, educados. Conductores que respeten la cruz calle, que den paso cuando se acerque una emergencia, que no aceleren cuando ven el semáforo en amarillo, que detengan su vehículo cuando un peatón cruza por la zona cebra. Mientras esto no suceda, ninguna calle nueva ni ningún horario escalonado podrá resolver el problema.
Y es así, el problema no solo es cultural; también hay una idiotez —porque no hay otra palabra— en el diseño mismo de nuestras calles. Casos sobran. En el Bulevar de los Héroes, por ejemplo, tres carriles mágicamente se convierten en dos sin previo aviso, causando trabazones innecesarias. O en el bulevar Los Próceres, donde bajan tres carriles y, de la nada, aparece una salida y una entrada en el mismo punto, creando un cuello de botella absurdo. Y para rematar, en los pasos a desnivel la historia se repite: venimos con tres carriles y, en el momento más crítico, el paso se reduce a dos. Así, por supuesto que la fluidez vehicular es imposible. ¿A qué Einstein se le ocurrió semejante hazaña?
A esto hay que sumarle otro problema fundamental como dice Rodriguito: la falta de comunicación, la falta de señalización y la falta de anticipación. Si alguien va a cerrar una calle, no le avisan a nadie. Si un carril de incorporación simplemente desaparece, no hay rótulos, no hay advertencias. Y cuando existen señales, muchas veces son invisibles o incomprensibles.
Un caso emblemático está en Ciudad Delgado, donde convergen las calles que van hacia San Sebastián y hacia la Ciudadela Don Bosco. Ahí, quien debe hacer el alto es el que viene o el que va hacia Soyapango. Pero la gran pregunta es: ¿cómo se supone que lo sepa alguien que no vive ahí? La gente nueva, o los conductores que pasan por primera vez por esa zona, no tiene forma de saberlo porque no hay una sola señal clara que lo indique.
Y ¿qué decir de los recolectores de basura, trabajadores municipales o empresas que trabajan con postes y cableado en plena vía pública? Basta ver cualquier calle principal donde estos llegan con su camión, se estacionan en el carril derecho o en el carril de circulación más importante, colocan una rama o un cono (cuando mucho) y comienzan a trabajar como si no existieran ni el tráfico ni la seguridad vial. ¿Tienen permiso para trabajar a esa hora, en esa vía tan transitada? Lo dudo. ¿Importa? Parece que tampoco.
Pero la irresponsabilidad no solo es por el tráfico que ocasionan. ¿Qué pasa si viene un camión más grande, no ve la escalera y provoca un accidente? El problema entonces se duplica con el congestionamiento vial y el riesgo para la vida. Es urgente regular estas actividades, exigir permisos, horarios adecuados y medidas de seguridad para los trabajadores. Esto, de paso, ayudará a gestionar mejor el tráfico en horarios críticos.
Ahora, ¿Cómo olvidar los baches los deslaves? Son mis otros enemigos silenciosos, pero constantes. En esta época de lluvias que apenas comienza, los baches brotan como hongos, dañando los vehículos, ralentizando el tránsito y obligando a los conductores a hacer maniobras peligrosas para esquivarlos. Y cuando no son los baches, son los deslaves, que aunque sean mínimos, terminan por bloquear carriles completos, obligando a desviar el tráfico y generando congestionamientos que podrían haberse evitado con un mantenimiento preventivo y una mejor gestión de riesgos.
Bien lo decía Ignacio Ellacuría: parece que trabajamos más hacia el mal común que hacia el bien común.
Al final, el diagnóstico es claro: falta de conciencia, falta de voluntad política, complacencia social, ausencia de consecuencias, un diseño vial deficiente, falta de comunicación, señalización insuficiente y empresas que trabajan sin control en plena vía pública. Las soluciones están sobre la mesa. Las que plantea Andrés Espinoza y muchas más, pero mientras sigamos actuando como una sociedad individualista y valeverguista que prefiere el atajo personal al beneficio colectivo, el tráfico seguirá igual o peor. Y el transporte público, ese sueño lejano, seguirá siendo precisamente eso: un sueño.