Sobre volver a la pasión política y dejar atrás la resignación cobarde.
La minuciosa desactivación del sujeto moderno del cambio social ―consciente de la enajenación y la angustia que le ha provocado el trabajo realizado para el beneficio de alguien más y no de sí mismo a lo largo de siglos― ha sido perpetrada “con delectación de orfebre” ―como dijera el Che Guevara del extremado cultivo de su fuerza de voluntad como guerrillero― por la educación formal con contenidos inconexos, por los medios masivos audiovisuales que banalizan todo lo que le puede importar a un ser humano como parte de su desarrollo consciente y crítico, y por el fomento de una aceptación celebratoria de la política como un quehacer gerencial en un Estado al servicio de corporaciones transnacionales. El sujeto, ya desactivado de su relación crítica consigo mismo y con lo que le rodea, acepta agradecido la oferta del poder enajenador, consistente en el ejercicio sin tregua de un entretenimiento hedonista como único sentido de la existencia, y de la adopción de la superficialidad como argamasa de las relaciones sociales, de la cohesión grupal, de la legitimación generacional y de las identidades juveniles.
El sentido de trascendencia histórica de la lucha política ha desaparecido porque con el cultivo disciplinado de la banalidad desapareció la historicidad como referente primero y último de las acciones humanas, y ahora las juventudes flotan en una realidad atemporal en donde los hechos del pasado y del presente coexisten sin relación alguna, inconexos, yuxtapuestos y sin jerarquías, y donde el futuro es sólo una posibilidad más de entretención: otro simulacro. Se vive un presente eterno sin conciencia crítica, sin sentido histórico, sin ordenamiento jerárquico. Es una eterna contemplación sin comprensión de lo que se contempla la que vive el sujeto desactivado de sí mismo, de su propia capacidad crítica y autocrítica, y conectado perennemente a las redes sociales, en donde, como dijo Umberto Eco poco antes de morir, el solitario idiota del pueblo se hizo global. O, dicho en palabras de rabiosa actualidad, se “viralizó”.
El resultado social de la desactivación del sujeto moderno del cambio y de su sustitución por un ser financiado, resignado y simuladamente feliz (porque no puede haber felicidad auténtica sin la capacidad crítica de comprender las verdades causales de los hechos concretos), es la desaparición de las naciones y su sustitución por las corporaciones transnacionales, y las lealtades a las marcas comerciales como sucedáneos de las fidelidades patrióticas, nacionales y comunitarias.
Pensando quizá en su amada y odiada Rumania natal, Cioran dijo en su Breviario de los vencidos que “Las naciones sin orgullo ni viven ni mueren. Su existencia es insulsa e inútil pues únicamente gastan la nada de su humildad. Sólo las pasiones podrían sacarlas de su monótono destino. Pero carecen de ellas”. Las naciones sin orgullo son las que sólo padecen la opresión y no luchan contra ella. ¿Cómo no pensar en Guatemala como nación sin orgullo, insulsa, que sólo gasta la nada de su humildad y que por eso ―y porque su gente carece ya de pasiones debido a que éstas le fueron desactivadas por la entretención banal― vive en un lugar sin tiempo, flotando en la nada de su resignación cobarde, y cómo no urgirnos a recobrar la pasión política, esa que lleva a la acción liberadora por vía de la crítica, la dignidad y la lucha organizada y no a ser rosados comparsas de los opresores?