Metralla de recuerdos
El 9 de octubre de 1967 fue asesinado el Che Guevara y el 19 le fue conferido el Premio Nobel de Literatura a Miguel íngel Asturias. No sé si me falla la memoria pero recuerdo haber leído ambas noticias en la misma edición de El Imparcial. Habría que corroborar el dato. En el 66, Asturias había venido a Guatemala, luego de recibir el Premio Lenin de la Paz y había ofrecido un conversatorio en la USAC y una conferencia en la Landívar, a la cual asistí. Esa fue la primera vez que vi físicamente a aquel hombre alto y solemne, según me parecía a mis 19 años, a quien ya admiraba por haberme enseñado, por medio de la lectura de El Señor Presidente, que las desgracias de mi país podían decirse con una expresión estética que lo enaltecía y que permitía no dejar nada suelto.
En marzo del mismo año había sido capturado, torturado y asesinado en Zacapa Otto René Castillo, junto a la guerrillera Nora Paiz. Y en octubre del año anterior había muerto Turcios Lima en un extraño accidente automovilístico que al parecer fue provocado por un explosivo colocado en el motor de su Mini-Cooper. También, en junio del 67 murió mi padre en un accidente de auto en Siquinalá, y pocas semanas después empecé a escribir los primeros textos de lo que habría de constituir mi primer (breve) libro de narrativa, La debacle, que se publicó en 1969.
En enero del 66 había yo entrado al primer año de la carrera de Letras y Filosofía en la Landívar, de modo que cuando en el otoño del 68 fui por primera vez a Europa, acompañado de varias compañeras de estudios, y pude conversar con Miguel íngel Asturias y preguntarle dónde podía ver a Jean Paul Sartre, los estragos que en La Sorbona había causado la famosa revuelta estudiantil del “mayo francés” me parecieron menores en comparación con la carga de muerte que ya llevaba yo sobre mis hombros.
El 30 de mayo de 1967 se publicó Cien años de soledad. Mi inolvidable profesora de francés, Madame Francoise de Valladares me recomendó leerlo, y lo hice en el 68 mientras recorría Europa en trenes, autobuses y aviones. Recuerdo que el episodio de las lluvias interminables lo leía cuando visitábamos ese atroz monumento al franquismo llamado Valle de los Caídos, cerca de El Escorial, en la sierra de Guadarrama. También El espejo de Lida Sal, de Asturias, se publicó en el 67.
Por aquellos tiempos Otto René había escrito “Nada/ podrá/ contra esta avalancha/ del amor. /Contra este rearme del hombre/ en sus más nobles estructuras. /Nada /podrá /contra la fe del pueblo/ en la sola potencia de sus manos. /Nada/ podrá/ contra la vida. /Y nada/ podrá/ contra la vida, /porque nada/ pudo/ jamás/ contra la vida”.
Este vitalismo ciego a la muerte que nos rodeaba a los jóvenes del 67 fue lo que movilizó a tantos a la lucha. Había una fe enorme en nosotros mismos y en el pueblo. Esa fe se convirtió en una fuerza que hubo de ser aplastada a sangre y fuego de una manera desproporcionada. Sólo así pudo la dictadura oligárquico-militar contra la juventud de la época. Esa misma que volvió, en los 70, con más fuerza, a involucrar a tanto pueblo en la lucha como nadie había imaginado. La represión fue mayor y más desproporcionada, al extremo de que el fascismo tuvo que recurrir al genocidio.
En 1970 fue secuestrado y desaparecido Roberto Obregón y en el 71 Juan Luis Molina Loza. Sentí que empezaba la nueva década sin amigos. Qué equivocado estaba. Muchísimas cosas apenas comenzaban para mí.