viernes, 6 diciembre 2024
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Del masculinismo según Jaraguá (IV)

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Por Rafael Lara Martínez

Resumen: Sólo una convención cultural impone la idea que los seres humanos nacen desnudos.  Obviamente, la placenta y el cordón umbilical falsifican esta noción ingenua, la cual también rechaza la presencia de “coágulos de sangre” y “pedazos de entraña” alrededor del embrión.  Al quitar este vestido biológico —testimonia Jaraguá— no tiene más alternativa que adoptar la costumbre social que lo transforma en hombre.  Una vez vestido de varón, puede proseguir su carrera de campisto, y confrontar la violencia de sus colegas hasta alcanzar el liderazgo.  Ambos preceptos culturales —ropa viril y violencia— expulsan el “hedor” femenino, necesario para adquirir un prestigio social.  Gracias a este carácter bestial masculino, la búsqueda de una satisfacción sexual termina en un “revuelco animal con la hembra”. 

0.  Despegue

En su calidad de zoon politikon —entidad social— el ser del hombre no lo determina lo biológico.  El simple vestido se encarga de socializar el cuerpo mismo, al otorgarle una identidad cultural inédita en lo natural.  Así lo percibe Nicasio-Jaraguá quien retoña en el monte como hierba silvestre “invasora”, de origen africano (Hiparrheneia rufa; http://orton.catie.ac.cr/repdoc/A9813e/A9813e.pdf).  Pero, al arraigarse en un contexto regional distinto, debe revestir su identidad primigenia.  Sin adecuarla a esa comunidad ajena —que acoge su propósito de reverdecer como algo propio— fracasaría su intento de vivir en sociedad. 

Desde pequeño aprende que ser hombre implica adoptar ciertos comportamientos y posturas viriles, indispensables para el ser social.  De rechazar las convenciones que —además de la ropa— constituyen al varón, quedaría degradado a un nivel inferior, por los compañeros de su mismo grupo laboral.  En esta socialización del recién nacido, abandonado en la montaña —entre la sangre que lo expulsa y el verde que lo ampara— la adaptación de lo natural define la cultura.  Del vestido al comportamiento —de la actitud exterior a lo interno— el ser del hombre en sociedad guía la transformación de la hierba salvaje en urbanidad rural, valga la paradoja. 

Pese a ofrecer un modelo de conducta, Jaraguá amolda su proceder a los preceptos viriles del campisto salvadoreño.  De lo contrario, el grupo social lo excluiría luego de aceptarlo como colega y admitir su cargo de mando.  Del ropaje exterior a la actitud interior del ser hombre, la violencia física quita el “hedor” a hembra y lo alza a la cumbre de la hombría, esto es, al prestigio de caporal en la hacienda.  En este trayecto de vida —del nacimiento montés a la domesticación cultural— este ensayo esboza el masculinismo o faz oscura de la Luna feminista.  Intenta rastrear la manera en que la hierba africana “agresiva” —constitución natural del personaje principal— logra su incorporación a la sociedad como hombre pleno (para una evaluación agrícola de la hierba como intrusión migrante a eliminar, véase: https://www.gob.mx/cms/uploads/attachment/file/556945/GuiaPastoJaragua-PNCS.pdf).  De la evidencia más obvia —el ropaje (I)— el ensayo transcurre a describir la violencia viril como conducta esencial del hombre en sociedad (II), hasta detallar su relación animal —según la novela— con la mujer durante la sexualidad reproductiva o placentera (III).  La bestia viril la define esa trinidad del vestido, la fuerza bruta y el revuelco animal con la hembra.

I.  Del vestido natural al social

Jaraguá testimonia que nadie nace desnudo.  Simplemente, por ingenuidad cultural, se cree que el atuendo de la placenta y el cordón umbilical no recubren el cuerpo ni ligan al embrión.  El desplome sucede durante la expulsión de la caverna original hacia el exilio terrenal.  Se nace arropado de una fluidez anfibia que se vuelve andrajos.  Ya sin tira, al recién nacido le anuncian la peregrinación hacia la única tierra prometida del retorno: la Muerte.  Por este ideal, morir joven —”ahorrarse el trabajo de vivir”— impulsa a organizar una “celebración festiva” de la comunidad en honor del niño “dijuntito”. 

Al bebé, el primer atisbo de luz le descubre el despojo al cual se halla sometido por decreto terrenal.  Esta invalidez primigenia define la circuncisión natal que saja a la criatura de su ropaje original.  Basta “el grito salvaje y bestial de la madre” —La Loncha— para entender cómo procede este paso en su hijo, pronto a retoñar en la montaña solitaria.  Según Jaraguá, no hay desnudez natal, ya que él mismo emerge “bautizado con sangre y con dolor” debido a la violencia social que lo engendra.  El crimen por celos que sufre su padre lo complementa el parto de su madre al desamparo silvestre.  El alumbramiento redobla el vestido de sangre que lo recubre.  No asombra que el coágulo del brote se identifique a la lava bajo el mismo término náhua: -punia, “parir y hacer erupción”.  Lo rojizo que enlaza la sangre al fuego, la ennegrece el bochorno negro del olvido.  Luego de “venir al mundo”, “su vagido sonoro” anuncia el doble acto del impudor natal.  La madre le “rasga con movimiento febril el cordón” y le “limpia cuidadosamente…el cuerpecito frágil”.  En ese instante, “los gemidos del niño” —entre “coágulos de sangre” y “pedazos de entraña”— exigen que le arropen el cuerpo.  Ahora sí, pervive desnudo de toda placenta —sin la roca fluida del cráter— y desprovisto del cordón que lo vincula a otra “vida”.  El parto renueva “las tajadas de cráneo…el pelaje sangrando” de su padre, por “el revuelco animal” del amor frustrado que a Jaraguá lo trae al mundo. 

La convención social impone el olvido de esa cueva materna original que —al sangrar lava— da nacimiento a un nuevo ser.  Se insiste, el coágulo o la piedra volcánica reseca provoca que “el primer recuerdo” comience “a los siete años”.  A esa edad, Jaraguá cobra consciencia de su desnudez.  Por eso, exige “ya soy hombre, yo nana, deme mis calzones”, mientras la madre le ofrece la única ropa que tiene en el rancho: “unas naguas y una blusa mía”.  Por supuesto, las rechaza porque “yo soy hombre”.  Por fortuna, ante la ausencia de padre, quien le sirve de modelo masculino, Braulio, no sólo lo inicia en la pesca marítima.  También le regala “un calzón y un cotoncito” que realizan “el sueño de…sentirse hombre”, aun si todavía le falta “el machete…como lo cargan los demás hombres”. 

A esa edad se da “perfecta cuenta del valor” del vestido”.   Su carencia no le afecta tanto al cuerpo “encallecido…bajo los soles marinos —aun si lo defiende de “los mosquitos”.  Le inquieta traspasar ese umbral que confirma su masculinidad.  “Ya soy hombre” quien impondrá “la audacia y el valor” por su carácter “rebelde y violento”.  A los varones sólo “la superioridad física los hace respetar”.  Obligatoriamente recubierto, el cuerpo transforma al niño desnudo en hombre, para quien el peor insulto consistiría en rebajarlo a lo femenino.  “Le vían de ver puesto naguas en vez de calzones”.  Este atuendo “qué jiede a hembra” sólo lo muda “la valentía y la fuerza” bruta.  De lo contrario, el varón seguirá “tirando a niñita pintada” con “taye de monjita…y demasiado amengala”. 

Este transcurso establece una triple secuencia que de lo natural asciende hacia la incorporación de lo biológico en la sociedad, según el esquema siguiente:

Placenta/Ombligo como Ropaje Natural (1) —> Desnudez infantil (2) —> Vestido y asignación de género (3).

Al principio hay un lijado del cuerpo humano que lo prepara a la creación del mural de una cultura.  En términos agrícolas, hay una tala y una poda desde el origen (1).  Sólo después de esa limpieza —roza necesaria al sembradío— se hablará estrictamente de desforestación del cuerpo natal.  Lo liso y repellado definen la desnudez, en el olvido del umbral interno que alberga al humano en una gruta (2).  Si la naturaleza obliga a recubrir ese cuerpo para protegerlo de sus inclemencias —sol abigarrado y múltiples insectos al ataque— esta razón física no basta al explicar la necesidad de un vestido.  Al rubro objetivo se superpone la exigencia cultural.  Sin posibilidad de transformación, en nadir y zenit, “las naguas” femeninas se contraponen a “los calzones” masculinos (3).  Por la indumentaria, Jaraguá anhela lograr un reconocimiento social, previo al aprendizaje de un oficio.  “Orita ya soy hombre nana, me tiene que dejar ir a trabajar con Braulio”.  “El valor del vestido” (3) consiste en iniciar al niño desnudo (2) —luego de su mutilación original (1)— en una tarea masculina cuyo comportamiento de valentía duplique su apariencia exterior. 

II.  Violencia y virilidad

Ya vestido de hombre, es posible comenzar una verdadera vida en sociedad.  Aunque Braulio —maestro y padre adoptivo— le ofrezca una excepción, Jaraguá debe confrontar el modelo viril dominante.  De lo contrario, su socialización fracasaría y su vocación de campisto —sustantivo de género masculino único— sería un fiasco.  La obvia división social del trabajo—confinamiento doméstico; trabajo agrícola y ganadero masculino— la complementa una conducta violenta dispar.  “Las mujeres trabajando hasta bien entrada la noche para hacer frente al trabajo de manutención del mocerío.  Y los hombres, encorvados, taciturnos, bajo el sol, aporcando las milpas y haciendo el primer desyerbo”.  Si la ganadería —inexistencia del concepto de “campista”— queda injustificada, la agricultura duplica una noción de la sexualidad reproductiva.  “Tierras baratas para sembrar, que se ofrecen como hembras en celo para recibir la simiente” y “planicies interminables…se cimbreaba como un cuerpo de mujer”.  La naturaleza y la siembra adquieren un contenido cultural de género y de fecundidad que calca la actividad biológica animal y, por tanto, la humana (véase III).  La repartición de labores resulta tan arraigada que las parejas utópicas —que trascienden la violencia la perpetúan en casa.  Si Braulio le asegura a La Loncha “yo soy el hombre y vos sos la mujer” en la pesca, el padre de Janda —futura esposa de Jaraguá— le recomienda no olvidar su trabajo en la cocina.  “Le echás sus tortillas”.

De hecho, la misma configuración física de los campistos anticipa su proceder bestial.  “Eran hombres duros…fuertes como un toro…nada perdían al ser comparados con las bestias…hombres-bestias retozando en espantosa promiscuidad con otras bestias”.  Esta semejanza física animal dicta el comportamiento de los colonos que pueblan la “hacienda más importante y más rica de la costa”.  La identidad entre el hombre y el animal —unidos en el ánima— legitima la violencia física viril, ya que el prestigio social lo otorgan la fuerza bruta, el puñetazo y el machete.  Los pleitos entre hombres del mismo rango —colegas campistos y campesinos— la novela los describe según la costumbre que concluye casi toda festividad, al igual que las relaciones laborales.  No sólo Jaraguá debe ejercer la violencia y devolver el insulto que lo degradan, antes de incorporarse al grupo y lograr el respeto de sus futuros colegas.  También, al ejercer su oficio de mayordomo, advierte que el enfrentamiento directo regula la vida diaria de la hacienda.  Hasta las actividades festivas y de máximo esparcimiento concluyen en la lucha a puñetazos, sino a machete desenvainado.  “Cada año termina asina como aura, la fiestecita con algún trompiado…ora siarmó la camorra por una mujer, anque nuay mucha diferencia”…  “Aquellos incidentes eran muy comunes”. 

No importa el tipo de celebración —bautizo, cumpleaños, boda, funeral— la voluntad viril anhela imponer su deseo de mando a otro hombre de la misma clase o a una mujer que no se doblega a su impulso sexual.  “La vela de un muerto, tiene un epílogo de sangre…pretexto para dedicarse a bebetorias y obscenidades”.  La victoria otorga prestigio y reconocimiento social.  “El guapo del pueblo…lo que deseaba era oposición.  Que hubiera resistencia, para así cobrar méritos ante sus amigos”.   Incluso la actividad comercial puede culminar en la pugna corporal.  La riña entre varones la provoca la voluntad de imponer un mando y una dirección al comportamiento de otro hombre.  Esa violencia la evita Jaraguá luego de transportar ganado a la frontera guatemalteca.  Al recibir el pago, el capataz chapín quiere obligarlo a “echar una manita” de naipes para arrebatarle el dinero.  Ante el rechazo, la agresión física intenta revertir la decisión para quitarle el dinero a la fuerza.

Igualmente sucede en la relación del hombre con la mujer, la cual se halla mediada por la violencia, al no obtener la satisfacción viril inmediata.  De su destitución en leyenda se pasa a la referencia directa.  Vuelta superstición —mito sinrazón— la ficción relata la violencia doméstica que la historia exilia de su objetividad.  No en vano, la leyenda encubre el relato masculino de una bruja —que sale a “comer muertos” y “el cachudo…la agarró de las mechas”.  Pero su interpretación asienta que “a la muerte de la pobre vieja…contribuyó” la “descomunal paliza que el desalmado zonto le propinó”.   La lectura deja en suspenso interpretar si ese Demonio “cachudo” es el mismo hombre que golpea a su compañera de vida.  Como expresión del tabú, la fantasía rural refiere la necesidad viril de ocultar la violencia doméstica que un colega de Jaraguá le propicia a su pareja.   Para calmar los ánimos de esa verdad —encubierta de “historias mentirosas”— “la voz, candenciosa y varonil” entona unos “versos de amor” que siembran “semillas de amistad”.  “Puse a mi mujer en venta/la cambié por un cabayo/que me tenía más cuenta”.  Sólo al aceptar la tabla de valores masculinos, los campistos aceptan su liderazgo para “trabajar a gusto” bajo su mando. 

No extraña esta actitud viril ya que el mismo Jaraguá nace de una violencia semejante.  A su madre, La Loncha, la desean tres hombres quienes la acechan para “conquistarla”, según el vocabulario institucional que hace del amor una guerra y de la mujer, la tierra sometida.  Marcia, Ciriaco y Manuel se disputan sino su amor, al menos su cuerpo sexuado.  El enfrentamiento lo concluye el machete en mano de los dos primeros y la pistola oculta, del último de origen citadino.  No importa que ella ame a Marcia —pese a un ligero titubeo por Ciriaco.  Todo rechazo “terminaría por donde debió haber empezado, es decir, por una violación”… “doblegar por la fuerza aquella hembra tenaz”.  Ese mismo intento de abuso lo confirma Manuel quien se “maldice…de no haber doblegado por la fuerza aquella hembra tenaz”.  La voluntad de poder viril no le concede a la mujer el derecho a la decisión.  Por esta sinrazón, su destino de madre lo decide la venganza persecutoria que la acosa hasta despedazar el cuerpo de su amante.  Para el “espíritu primitivo y vengativo” de Ciriaco, “el odio que su rival le inspiraba” encuentra la justicia al anular su posible boda con La Loncha.  Según esa consigna masculina, la mujer que no le entrega el cuerpo es una “putiya” que merece la muerte.  La sumisión de la mujer se halla tan generalizada que luego del pleito a machetazos entre Marcia y Ciriaco —del disparo cobarde de Manuel en la espalda de Ciriaco— La Loncha debe huir para salvar su vida.  Ella es “la única responsable de aquel doble homicidio” y por eso recibiría “el castigo”. 

En breve, la fisonomía justifica la filiación animal del hombre en la cual se asienta su comportamiento bestial.  El vestido redobla esa conducta y legitima el ejercicio de la violencia.  Así, la referencia biológica sirve para ofrecer un razonamiento cultural a la actualidad irracional.  La obvia división del trabajo por género la culmina en la violencia viril como crueldad necesaria para el ser del hombre en sociedad.  A la lucha interna entre los varones del mismo grupo, se añade la mujer como receptora inmediata del furor viril.  Es posible que la relación de pareja   imite a la yedra que se ensarta en un muro.  “Los bejucos son la humillación del árbol.  Se burlan de su orgullo de alturas”.  Por eso, el hombre se desquita y asegura que “las mujeres por mal quieren”, es decir, por los golpes. 

III.  Sexualidad, hecho animal

Mientras La Loncha nace del encuentro furtivo entre el hacendado español don Salvador Mirón y una “campesina guatemalteca”, su amor por Marcia no lo colma el cariño.  En cambio, al describir el primer acto sexual, la novela lo percibe como hecho animal.   Se reitera la cita dada su relevancia.  “Era el revuelco animal del macho con la hembra…apetitos desenfrenados”.  A La Loncha la engendra “la pesca” que el hombre hace de la mujer; a Jaraguá, el temblor bestial que vierta la razón humana hacia la satisfacción de una necesidad biológica elemental.  Parecería que el trayecto del nacimiento —en vestido natural— al ropaje cultural lo invertiría ese acto que lo despoja de su envoltura social.  La sexualidad retrae al ser humano a ese lugar del origen, recubierto de líquidos vitales.  La infusión que impregna el cuerpo al nacer y reproducir(se) atestigua el trasfondo animal de la cultura en la costa.  “Oyó…los alaridos bestiales del sexo”, de igual manera que “el vagido sonoro” del nacimiento montés de Jaraguá. 

Conocedores del ganado, Braulio y Jaraguá remiten la sexualidad humana a la manera en que procede el rebaño.  El hombre imita al toro y al garañón; la mujer copia a la vaca o a la yegua.  “Parezco toro en brama encerrado en un corral”…”te tomó como la novilla que quiere conocer por primera vez como la monta el toro”.  Contra ese desenfreno no hay moderación posible, sino “arrastra” a los hombres, quienes —de obrar como animales— se vuelven seres inorgánicos como la piedra bajo la “corriente” de las aguas torrenciales.  Sin embargo, como prerrogativa biológica, la novela resalta la metáfora de la res —bovina y equina— como modelo de conducta del ser humano en general.  Por ello, enloquecido por la belleza femenina de la ciudad, Jaraguá le reclama actuar según un dictado físico sin un sentimiento amoroso.   “Usté se dio por su propia voluntá, y se dio como un animal cualquiera que está corriendo brama…miendaba buscando como la potranca al garañón…las niñas de la siudá, más fáciles y bramadoras que las indias”.  “Tiene más tufo quiuna yegua empeliyada”. 

El flujo acuático de la pasión animal desbordante la redondea el instinto nutritivo que visualiza en la hembra el alimento diario que mantiene al hombre en pie.  No sólo “el peón…nalguea a alguna cocinera joven” que prepara la comida.  También percibe en el cuerpo femenino la fruta más nutritiva que lo anima a trabajar.  “Parece un mango maduro por las ganas que mestán dando de pegarle una mordida”.  “Tas como un pedacito de zapote maduro, y pican los dientes por comete”.  Por el uso de la misma abertura bucal (-ten) para el alimento y el beso, existe una esfera institucional que engloba a ambas actividades corporales.  Del comer (-kwa) se deriva la pasión del beso (-ten-kwa), quizás en una clara transferencia de fluidos y energías entre las aberturas corporales que se reúnen.  Sólo en una instancia —la relación de Jaraguá con La Janda— el acto animal y nutricio lo reemplaza el goce que diseña la antesala a la conclusión de la novela.  “Gozaría el instante intensamente…ese instante era la vida toda, la eternidad…un intervalo lúcido de la gran locura del mundo.  Un segundo de euforia en la agonía eterna del cosmos”. 

Bajo el reino de la violencia masculina, la novela describe la sexualidad como un impulso animal que satisface el apetito corporal.  Como flujo acuático sin retén ni sublimación, el deleite impulsa todo sólido razonamiento a lograr su objetivo carnal.  En esa desesperada carrera por colmar el deseo, el acecho masculino remeda la cacería y la “pesca” de una presa.  Por esta urgencia, en toda reunión social, “cada uno se fue en busca de una hembra”.  Sólo al lograr ese regocijo, el hombre reposa satisfecho de su hazaña.  Así, la violencia sexual reitera el nacimiento en sangre de Jaraguá.  El acecho viril a la mujer no sólo incita la contienda entre hombres de igual rango que la pretenden.  También suele provocar la cólera de quien fracasa en el intento.  Ante el rechazo, el hombre desespera y opta por imponer su deseo con violencia.  Por esta decisión, la búsqueda amorosa se percibe como una “pesca” o cacería que el presente jurídico tildaría de acoso sexual.  Estipula la pesquisa depredadora y viril del sustento. 

Pese a este desenfreno bestial, el testimonio rural transfiere hacia la experiencia femenina urbana el goce momentáneo del placer inmoral.  “La vida moderna y las nuevas tendencias feministas justifican el amor libre” y “la perversión sexual” como “privilegio de clase”.  La narrativa no describe el feminismo como una búsqueda de igualdad de derechos políticos, ni como un llamado a la abolición de la violencia doméstica que propicia el hombre.  En cambio, lo percibe como degradación moral que pone en entredicho el rigor ético de la vida rural, idealizada en la conclusión de la novela.  En “Jaraguá”, no sería un rubro esencial del feminismo urbano crear una sensibilidad contra “aquellos incidentes” que “eran tan comunes” —la lucha viril por apropiarse de la mujer y la “busca” ansiosa “de una hembra” para satisfacer el voraz deseo viril. 

IV.  Coda

En Jaraguá, la masculinidad describe un largo trayecto del nacimiento, a la socialización y la sexualidad reproductiva.  En un mundo inundado de violencia, se nace envuelto en sangre como anuncio de la experiencia por venir.  El ritual de iniciación limpia el cuerpo e incita el olvido al despojarlo de su atuendo natural.  Desnudo, el humano busca vestirse para adoptar un género que justifique su apariencia real.  En esta correspondencia entre el ser y el parecer, la violencia le impone un ritmo a la incorporación del joven al grupo social.  De la fuerza bruta por el prestigio y el mando, la disputa viril culmina en la búsqueda de la satisfacción sexual, percibida como instinto del furor animal y como alimentación.  En ese trayecto del nacimiento a la madurez, la violencia inevitable desempeña un papel crucial en el paso de la naturaleza a la cultura.

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Rafael Lara-Martí­nez
Rafael Lara-Martí­nez
Investigador literario, académico, crítico de arte. Salvadoreño, reside en Francia. Columnista de ContraPunto.

El contenido de este artículo no refleja necesariamente la postura de ContraPunto. Es la opinión exclusiva de su autor.

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