El indicador que en El Salvador hemos entrado a un nuevo periodo electoral no resulta ser tanto la convocatoria que por mandato del código electoral realizará el Tribunal Supremo Electoral (TSE), ni la marcada ausencia de los diputados en las diferentes comisiones legislativas, sino el inicio por parte de los políticos de lo variopintos ofrecimientos electorales.
Construir un puente aunque no haya rio, cesar a la brevedad con la corrupción y con la violencia, erradicar la pobreza, implementar la pena de muerte y demás, serán tan solo algunas de las promesas que oídas desde siempre serán repetidas de hoy en adelante, hasta por lo menos el evento eleccionario de 2019.
No deja de ser irónico, que pese a lo aparentemente desgastado de estas ofertas de coyuntura política electoral, hay un segmento poblacional significativo que aún se las cree.
En un modelo “democrático” como el aplicado en nuestro país esto no debería de sorprender a nadie. Al final, la credulidad por no decir la ingenuidad es un signo distintivo de la democracia episódica y expulsora como resulta ser la salvadoreña la cual se distingue por una intención de voto volátil, fruto particularmente, de la escasa formación democrática y cívica de la ciudadanía.
Ante la violencia estructural y demencial que nos asola, la pena de muerte por ejemplo, sonará como una de las ofertas más atrayentes. Pero, donde ha demostrada esta ser realmente disuasiva? No es opuesta a compromisos jurídicos de carácter internacional asumidos soberanamente por el Estado salvadoreño?
No hay acaso un alto nivel de posibilidad de error judicial en el sistema de administración de justicia salvadoreño? Lo cual hace imprudente aplicar una pena irreversible como esta (para más pistas sobre este particular pregúntele a Agapito Ruano, condenado a ser privado de su libertad por un error en la identidad de la persona; hecho por el cual la Corte Interamericana de Derechos Humanos condenó al Estado salvadoreño).
No serán jueces con serios cuestionamientos éticos a los que corresponderá dictarla? No se ha constatado, acaso, que en algunas sociedades dicha pena se torna, finalmente, en una manifestación de práctica discriminatoria al aplicarse casi exclusivamente a personas pertenecientes a las minorías, a los afro-descendientes, a los hispanos etc.
No quiero apelar al alegato que solamente Dios da y quita la vida. Creo, que una de las grandes conquistas es, precisamente, la laicidad del Estado y, por consiguiente, este tipo de justificaciones no corresponde a un debate secular.
Pero, si vale argumentar que la imposición de cualquier modalidad de pena de muerte (para el caso el fusilamiento, inyección letal, ahorcamiento, silla eléctrica, despeñar y otros) no es solamente inefectiva en pro de los propósitos que se pretenden sino que es, sobre todo, una medida ineficaz que al final es una expresión de populismo social y de populismo punitivo.
Una revisión de las redes sociales y una verificación de la opinión pública, de los ciudadanos de a pie y de otros estratos sociales, empero, nos demuestra que existe un legítimo clamor para poner fin a la vorágine cotidiana a la que se nos somete y así, algunos, postulan la aplicación de la pena de muerte a los victimarios. Es una especie de solución final. Es el Estado justiciero y retributivo.
En mi opinión, lo anterior es parte de la desesperación de un sector de la sociedad que viendo que se han ensayado estrategias tales como, manos duras, súper manos duras, guantes de hierro, guantes de seda, treguas y otras, la situación sigue siendo crítica y con tendencia a empeorar. Esta desesperación o, quizás, desesperanza social merece todo mi respeto.
En suma, la oferta de restablecer la pena de muerte (aunque en verdad no está erradicada totalmente del orden jurídico interno vigente) y la construcción de puentes donde no hay rio hacen parte de lo mismo, son iniciativas genealógicamente primas hermanas y que, adicionalmente, reflejan una cruda realidad: el escaso nivel intelectual del salvadoreño promedio. Sueno duro decirlo pero hay evidencias: Desde la nota promedio de la PAES hasta el nivel del debate político.
En conclusión, los defensores de los derechos humanos y libertades fundamentales no nos oponemos a la aplicación de la pena de muerte tan solo, porque es contraria a la esencia y racionalidad en que estos y aquellas se basan, sino porque al final plantear esta salida es la confirmación que la estrategia de seguir dando atol con el dedo a la gente aunque no resuelve sus crónicos y estructurales problemas sociales, sigue produciendo nada despreciables réditos o frutos políticos.