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“Lo que importa es tener conciencia de que uno es pobre, me repite Chepe.  “Y eso de qué sirve?”, le pregunto.    Y me responde que solamente así­ vamos a tomar fuerza para reclamar, para exigir a lo que tenemos derecho.   Todo lo demás es una farsa.   Lo que debemos reclamar siempre son los derechos del pobre”.                                                                                                                                                                                                                                                                   Manlio Argueta, UN DíA EN LA VIDA (UCA 1980).

LOS íNGELES.  Estaba lloviendo esta mañana en mi gran metrópolis cuando recibí­ la noticia que Dago habí­a muerto la noche anterior.   “Dago se nos fue”, me dijo su esposa. 

Vi a Dago por última vez en el 2011 cuando me invitó a conversar en su radio cibernética de RADIO PIPILES sobre la ley migratoria americana, los desmanes del  FMLN, y el cambio que se le vení­a encima cuando el Ministerio de Relaciones Exteriores de El Salvador amenazaba  mandarlo de asistente consular al reino de Qatar en el mar pérsico y cerrar la “Casa de la Cultura” del paisito que lo vio nacer.   Dicho centro cultural fue eventualmente cerrado.

La vida artí­stica y polí­tica de Dagoberto Reyes fue a veces controversial.   Hizo amigos y enemigos.   Su legado artí­stico que incluye varias esculturas está esparcido en varios paí­ses, principalmente en El Salvador y los Estados Unidos.  

Dago fue un cuentista nato.   Una noche hace varios años lo escuché hablar de su vida junto con mi amigo Francisco Rivera (ex-poeta, ex-periodista de LA OPINION de L.A., ex-asistente del ex concejal Ed Reyes del cabildo angelino, fundador de EL RESCATE y junto con Manuel Garcí­a, ahora un empresario en España, fundador del desaparecido Central American Breakfast Club), y el otrora académico y novelista David Hernández que andaba de paso de Alemania rumbo a El Salvador.   

Nos echamos una pupuseada en el restaurante “Con Sabor” de Carlos Rodrí­guez sobre el bulevar Venice y la calle Redondo en L.A., donde años más tarde yo inventarí­a la pupusa hawaiana gracias a Doña Gloria, la chef principal de “Con Sabor”.  

Dago nos habló de sus andanzas por México D.F., donde estudió escultura en la Academia de Arte San Carlos, su amistad con la escritora Elena Poniatowska, su trabajo de escultor en la Escuela de Bellas Artes de la Universidad de El Salvador en 1976 (en un momento “bien vergón” nos dijo porque dicha universidad era la mejor de Centro América), su trabajo con el colectivo “Uxuske” (el cual tuvo que deletrear porque la palabra parecí­a sonar a “chupte”—un familiar del aguacate) para crear una escultura homenaje al mar que está en un redondel de San Salvador frente al anterior edificio de la embajada de los Estados Unidos, y el hecho que en El Salvador fue arrestado, “vergueado,” y acusado de ser revoltoso por las autoridades.   

Dago dijo siempre que habí­a estado del lado de la lucha por los pobres, por los indí­genas,  pero que el dí­a de  la “vergueada” tuvo que quedarse callado hasta que un familiar con conectes le ayudó a salir libre.   Nos dijo que salió con los dedos bien hinchados porque las autoridades lo habí­an maniatado de los pulgares atrás de la espalda para golpearlo.    

En 1980, después del asesinato del Monseñor Romero, se sintió amenazado y con miedo, y tuvo que salir huyendo de El Salvador para refugiarse en L.A. y empezar a trabajar en construcción y seguir adelante con su obra artí­stica.  

Años más tarde creó una escultura en homenaje al inmigrante que aún se puede apreciar en el parque McArthur de L.A., donde junto con Rivera colaboraron en dejar una caja de memorias para que fuese desenterrada unos 50 años en el futuro.  

Esa noche en “Con Sabor” nos reí­mos mucho sobre el hecho que Dago y Rivera habí­an sido la inspiración para dos de los personajes de la novela “Putolión” de Hernández, quien nos habló mucho sobre su concepto del meta-paí­s (un concepto que aún no entiendo) y el compromiso de un artista para hacer arte en un paí­s tercer-mundista donde es poca la gente que verdaderamente aprecia la literatura.    Hace años que Hernández por alguna razón que desconozco cortó toda comunicación conmigo.

Dago y Rivera confirmaron esa noche en “Con Sabor” que el final de “Putolión” fue cambiado varias veces porque ellos abogaron con Hernández para que el final fuese otro.   La impresión que me dejó la plática fue que Rivera era el más interesado por el cambio. 

Esa noche nos reí­mos mucho de la historia que Dago nos contó sobre un busto que hizo del General Gerardo Barrios para el gobierno salvadoreño y que le puso en Braille una estrofa de “La Internacional”, un himno comunista, en la oreja del general.   Lamentó haber andado contando la historia de protesta en la oreja del general con sus amigos en San Salvador, y quien más de uno de ellos le puso el dedo con las autoridades, quienes buscaron a un ciego que leí­a Braille para confirmar el chiste-protesta antes de hacer desaparecer la escultura.

Entre los crí­ticos de Dago estuvo Gina Levy, la ahora difunta ex-cónsul honoraria de El Salvador, quien en más de una ocasión dijo que Dago era un “diablo encarnado”.   Sus diferendos fueron causados no solamente por identificaciones diferentes con opuestos partidos polí­ticos en El Salvador, pero también por diferendos de liderazgo de la Cámara de Comercio El Salvador-California, de la cual fui presidente durante el perí­odo 1999-2000.    

La mejor memoria que Dago me deja fue la de un dí­a en el 2005 cuando junto con cerca de otros 50 salvadoreños fuimos a recibir un diploma de reconocimiento por nuestros respectivos logros (en mi caso por mi abogací­a como abogado de ley migratoria americana) de parte del cabildo de la ciudad de Los Angeles en homenaje a la diáspora salvadoreña.   Francisco Rivera fue el cerebro de dicho evento.  

Durante el homenaje, Dago pidió la palabra y dijo que se sentí­a honrado de recibir la presea porque ya era hora que los salvadoreños fueran mejor reconocidos porque nuestros ancestros construyeron en la actual Bahí­a de Jiquilisco, departamento de Usulután, los barcos que el español Juan Rodrí­guez Vizcaí­no usó para explorar la costa de la actual California en el siglo XVI, y que entre los marineros que Vizcaí­no traí­a vení­a toda una indiada de futuros salvadoreños, y que él veí­a ese detalle histórico en los barquitos de Vizcaí­no en el emblema de la ciudad de Los íngeles.   Uno de esos barcos se llamó el “San Salvador”.  

Antes de su muerte, Dago tuvo que haber reconocido que en El Salvador es mucho más fácil para un descendiente de “palestinos” llegar a ser presidente salvadoreño que una persona que se identifique abiertamente como indí­gena salvadoreño.  

El poeta Roque Dalton, quien Dago admiró, vio a los salvadoreños como los pobres más tristes del mundo, pero a pesar de esa tristeza en un paisito de mayores desigualdades, siempre surge un personaje que con visión y esfuerzo deja una vida y obra artí­stica que reta a luchar siempre por los derechos de los pobres.    

(*) Abogado de ley migratoria de los Estados Unidos en Sherman Oaks, California, desde 1993  y columnista para CONTRAPUNTO desde 2007.

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Edgardo Quintanilla
Edgardo Quintanilla
Columnista Contrapunto
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