Por Gabriel Otero.
Las velas se apagaban cuando las mechas de los cohetillos echaban chispas, no eran nada prácticas para encenderlos, por eso yo, un niño de ocho años, le pedí a un adulto me prendiera un cigarro y así tener lumbre | para buena parte de la noche. No es que duraran tanto, seguro más que las candelas, pero había que mantenerlos humeando.
Nadie me preguntó adonde había conseguido los cigarros, tomé cinco de ellos de una cajetilla de Camel de mi papá mientras platicaba de política con las visitas, ahí estaban todos en la sala y hablaban de un tal Pinochet, supuse que algo tenía que ver con Pinocho al que le crecía su nariz de madera cada vez que mentía, pero este era chileno y había dado un golpe de estado hacía meses, yo no entendía qué era eso, decían que a la gente que sacaban de sus casas las llevaban a un estadio y no se sabía más de ellas.
El cigarro incendiaba rápido la pólvora, le di un jalón y me supo rarísimo, luego otro y otro y otro, había visto como los mayores se tragaban el humo y después lo echaban por la nariz y la boca, a eso le llamaban “dar el golpe”. Aprendí que antes de extinguirse la lumbre del cigarro y convertirse en cenizas había que ponerse otro en la boca y prenderlo mientras se jalaba el aire.
Los cohetillos reventaban de lo lindo, sonaban como si fueran truenos secos en el asfalto, pero era mejor prender diez juntos y que estallaran y repiquetearan como metralletas, ya iban a ser las diez y mi idea era acabarme el paquete para así recibir año nuevo con un estruendo.
Mis sobrinas encendían luces de bengala, cascadas y volcancitos, las luces blancas iluminaban la noche, a media cuadra uno de los vecinos detonaba cohetes del tamaño de mi brazo, hacían mucho ruido, sonaban a grosería en las orejas.
Apenas eran las once y me sentí mareado y me fui a vomitar al baño, ¿qué me pasaba? Yo estaba bien, las manos me olían a cigarro, la camisa también, me dio asco y devolví nueces, dátiles y orejones de durazno al remolino del escusado, se me salieron las lágrimas del esfuerzo.
Me lavé la cara, no podía más y me acosté en el sofá de la sala de televisión y entre sueños escuché a los adultos desearse feliz año nuevo y me los imaginé abrazándose y comiendo doce uvas en menos de un minuto. Mi mamá subió al segundo piso a buscarme y me encontró dormido y apestoso a humo de pólvora y tabaco, me cubrió con una cobija y bajó.
Al día siguiente me convertí en comidilla de los comentarios de los adultos.
−El enano se emborrachó fumando para recibir el año nuevo−dijeron y las burlas enriquecieron el anecdotario familiar.
Lastimosamente, después de cincuenta años murieron todos los que podían recordarlo, pero esa noche comprendí que no había mejor forma para encender los cohetillos.
Hoy por hoy, odio el cigarro y la pólvora.