CAMBRIDGE ““ En tanto China y Estados Unidos libran su último forcejeo comercial, la mayoría de los economistas dan por sentado que China alcanzará una supremacía económica global en el largo plazo, no importa lo que suceda ahora. Después de todo, con una población cuatro veces más grande que la de Estados Unidos, y un programa pensado para ponerse al día después de siglos de estancamiento tecnológico, ¿no es inevitable que China decididamente asuma la responsabilidad de ser una potencia económica hegemónica?
No estoy tan seguro. Muchos economistas, entre ellos muchos de los mismos expertos que ven la inmensa fuerza laboral de China como una ventaja decisiva, también temen que los robots y la inteligencia artificial terminen robándose la mayoría de los empleos, y que la mayoría de los seres humanos mate el tiempo en actividades recreativas.
¿Qué sucederá? En los próximos cien años, ¿quién tomará el poder? ¿Los trabajadores o los robots chinos? Si los robots y la IA son los motores dominantes de la producción en el próximo siglo, quizá tener una población demasiado grande de la que ocuparse -especialmente una población que necesita ser controlada a través de límites a Internet y al acceso a la información- termine siendo más bien un estorbo para China. El rápido envejecimiento de la población de China exacerba el desafío.
En tanto la creciente importancia de la robótica y la IA mitiga la ventaja industrial de China, la capacidad de liderar en el campo de la tecnología se volverá más relevante. Aquí, la tendencia actual hacia una mayor concentración del poder y del control en el gobierno central, en oposición al sector privado, podría afectar a China en tanto la economía global alcanza etapas superiores de desarrollo.
La posibilidad de que China nunca pueda reemplazar a Estados Unidos como la potencia económica hegemónica del mundo es la otra cara del problema de la tecnología y la desigualdad. Todos en Occidente temen por el futuro del trabajo, pero en muchos sentidos es un problema mayor para el modelo de desarrollo chino que para el norteamericano. Estados Unidos necesita lidiar con el problema de cómo redistribuir el ingreso internamente, especialmente considerando la propiedad altamente concentrada de las nuevas ideas y la tecnología. Pero, en el caso de China, existe el problema adicional de cómo extender su franquicia de superpotencia exportadora a la era de las máquinas.
Es verdad, es sumamente improbable que la postura bravucona del presidente Donald Trump genere un regreso masivo de empleos industriales a Estados Unidos. Pero Estados Unidos tiene el potencial de expandir el tamaño de su base industrial de todas maneras, en términos de producción si no de empleos. Después de todo, las plantas industriales de alta tecnología de hoy tienen una producción mucho mayor con muchos menos trabajadores. Y los robots y la IA inciden no sólo en la industria y en los autos sin conductor. Los robo-médicos, los robo-asesores financieros y los robo-abogados son sólo la punta del iceberg en la disrupción por parte de las máquinas de los empleos del sector de servicios.
Sin duda, difícilmente se pueda decir que el ascenso de China sea un espejismo, y su éxito vertiginoso no se basa solamente en el tamaño de la población. India tiene una población similar (ambos rondan los 1.300 millones de habitantes), pero, por ahora al menos, está mucho más rezagada. Hay que darle crédito al liderazgo chino por el trabajo milagroso de sacar a cientos de millones de personas de la pobreza e introducirlas en la clase media.
Pero el rápido crecimiento de China ha estado impulsado principalmente por un progreso y una inversión en tecnología. Y si bien China, a diferencia de la Unión Soviética, ha demostrado mucha más competencia en materia de innovación local -las empresas chinas ya están liderando el camino en la próxima generación de redes móviles 5G- y su capacidad para una guerra cibernética está plenamente a la par de la de Estados Unidos, mantenerse cerca de la vanguardia no es lo mismo que definirla. Los logros de China todavía provienen, en gran medida, de la adopción de tecnología occidental y, en algunos casos, de la apropiación de propiedad intelectual. No puede decirse que Trump sea el primer presidente norteamericano en quejarse de esta situación, y tiene razón de hacerlo (aunque iniciar una guerra comercial no puede ser la solución).
En la economía del siglo XXI, otros factores, entre ellos el régimen de derecho, así como el acceso a energía, tierra cultivable y agua potable, también pueden volverse cada vez más importantes. China está siguiendo su propio camino y todavía puede demostrar que los sistemas centralizados son capaces de impulsar más, y más rápido, el desarrollo de lo que cualquiera habría imaginado, mucho más allá de ser simplemente un país con un ingreso medio en alza. Pero no puede decirse que la dominancia global de China sea la certeza predeterminada que tantos expertos parecen suponer.
Es cierto, Estados Unidos también enfrenta enormes desafíos. Por ejemplo, debe diseñar una manera de conservar el crecimiento tecnológico dinámico al mismo tiempo que impide una concentración excesiva de riqueza y poder. Sin embargo, ser un poder hegemónico no requiere ser el país más grande del mundo -si así fuera, Inglaterra nunca habría gobernado gran parte del mundo como lo hizo durante más de un siglo-. China podría liderar el futuro digital si Estados Unidos no hace su parte, pero no se convertirá en la potencia global dominante sólo porque tiene una población mayor. Por el contrario, la era inminente de las máquinas podría ser un punto de inflexión en la batalla por la hegemonía.
Kenneth Rogoff, ex economista jefe del FMI, es profesor de Economía y Políticas Públicas en la Universidad de Harvard.
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