Debo confesar, a riesgo de parecer ingenuo, que creía en que la Policía, aun de forma lenta y ambigua, estaba realmente experimentando un cambio. Que su transformación, aunque difícil y gradual, realmente se estaba llevando a cabo, modificando estructuras, métodos y, sobre todo, patrones mentales en el funcionamiento de la institución policial y en el comportamiento cotidiano de sus agentes, tanto de la llamada “escala básica” como de sus oficiales y jefes. Creía, hasta no hace mucho, que algo estaba modificándose al interior de la fuerza policial y de sus instituciones adscritas.
Sin embargo, la conversación con algunas personas vinculadas por diferentes razones con el quehacer policial y, sobre todo, el testimonio de jóvenes que están cursando o lo han hecho ya la instrucción policial básica, me obliga a reconsiderar mis opiniones anteriores. Parece que las viejas prácticas siguen predominando en el desempeño y, por lo mismo, bloquean y cierran el paso a un nuevo modelo de conducta policial, tanto en su relación interna con los agentes, como en su relación externa con el resto de la sociedad.
La nociva costumbre de humillar a los agentes que ingresan a las filas policiales, la brutalidad en el trato personal, la ofensa, el agravio y el despreciable hábito de insultar y denigrar al novato hasta llegar a la ignominia y la degradación total, siguen siendo patrones de conducta de algunos oficiales que no han podido sacudir de sus atrofiadas mentes los viejos y desacreditados patrones de la cultura militar de la cual proceden. Se comportan como si fueran carceleros nazis, esbirros desmesurados que experimentan un placer casi erótico en la humillación de los demás, en la brutalidad y el escarnio. “Lústrame los botines, perro!” le gritan al atemorizado novato. “Tírate al suelo y haz tantas sentadillas ¡ ” “Haz esto, haz lo otro” gritan como energúmenos muchos oficiales que creen, de esa manera, educar a los jóvenes aspirantes a convertirse en nuevos policías.
Qué equivocados están. La brutalidad en el trato a los recién llegados no es nueva ni es invención propia de los policías. Es la herencia inevitable de la cultura castrense, de los hábitos y costumbres adquiridos por los policías durante los 35 años en que estuvieron subordinados a la “disciplina militar”, como una rama más, la cuarta, de las Fuerzas Armadas de Honduras, entre los años 1963 y 1998. En ese año (1998) la sociedad hondureña tuvo la magnífica oportunidad de separar realmente a la policía de los militares y sentar las bases para crear una nueva policía. Pero no lo hicimos. El gobierno de entonces, timorato y vacilante, prefirió trasladar la vieja policía a los nuevos moldes del recién creado Ministerio de Seguridad. Algo así como dejar el nuevo sistema institucional a merced del viejo método funcional. ¡Un disparate!
Sucedió, lo que tenía que suceder: el viejo método, probado y consolidado ya, terminó, finalmente, absorbiendo al nuevo sistema, novedoso e inexperto. El reciente Ministerio de Seguridad acabó convirtiéndose en un viejo Ministerio de Policía. Esa es la consecuencia de legislar sobre temas que se desconocen e ignoran.
Hoy estamos sufriendo las consecuencias: no creamos una nueva Policía cuando tuvimos la oportunidad de hacerlo, en 1998. Preferimos trasladar la vieja Policía a los nuevos moldes institucionales del recién creado Ministerio de Seguridad. En consecuencia, la vieja Policía terminó absorbiendo al nuevo Ministerio. El antiguo método operacional se impuso sobre la nueva estructura funcional. Así de simple.
Por eso, hoy, cada vez que un oficial salvaje y brutal arremete contra un indefenso novato en las filas de la institución, no hace más que cumplir con los postulados de la educación castrense y cuartelaria de la que él mismo ha sido víctima. Se comporta como un autómata, una especie de robot verdeolivo que reproduce de manera automática y sistemática las prácticas y procedimientos en las que fue, lamentablemente, “educado”. La Policía estuvo durante largos y controversiales 35 años dentro de la matriz militar, tiempo suficiente para formar, deformar y consolidar una “cultura castrense”, basada, en buena medida, en el abuso, la brutalidad y el irrespeto a los más elementales derechos de la persona humana.
Creía, lo confieso, que esa cultura estaba cambiando en la Policía. Parece que no es así. Y eso me reafirma en mi convicción de que una “depuración”, calculada y a medias, no es ni puede ser una verdadera reforma y transformación de la institución policial. Es triste, pero es así.