Llegar a la Trinidad de Sonsonate, en medio del tráfico pesado de los Chorros, el cuello de botella del Poliedro, el mercado de Lourdes Colón y un cortejo fúnebre justo en el desvío al Cerro Verde, llegar a la ciudad de los cocos, era realmente esperanzador, almuerzo al filo de las tres de la tarde, para cargar energías y retomar nuestro camino hacia la Ruta de las Flores, mientras mi pequeña hija me preguntaba que: ¿A qué horas llegaremos a nuestro destino? No hay certeza a qué horas.
El paseo por la añeja Trinidad, entre sus calles y sus edificaciones históricas es un deleite, y la mente se pone a calcular cuántos años tienen aquellos viejos muros de adobe descascarándose o aquellas casas antiguas que se desmoronan. Una empinada calle que nos lleva por la ruta sagrada de Quetzalcóatl, que aún está empapada por las precipitaciones y en cuyos habitantes aún pesa la cosmogonía nahua – pipil entre sus costumbres y comportamiento. La tierra va cambiando de color y se hace café oscura propia de la riqueza volcánica del sub suelo, aquellos enormes árboles que forman puentes naturales sobre la calle. Emprendimiento de mueblerías de mimbre a cada lado de la carretera, jóvenes de las comarcas con biblias bajo sus brazos camino al culto y canchas de futbol alborotadas en el sábado, lo que pude apreciar mientras llegamos al desvío del Nahuí. Itzalco, que en náhuat es el cuatro veces Izalco (En población), pueblo que resguarda la gran historia precolombina de nuestro pueblo, cada vez que se sube, la ruta es más verde y más brumosa, y la temperatura cambia, hasta llegar al lugar de Quetzalcóatl, Zalcoatitán, la riqueza de la sierra y que tiempo atrás, debió ser un lugar de peregrinaje nahua. El camino nos lleva a zonas más altas, al Apán – Ejecat, el sitio de Ejectat, la deidad de los vientos en la cosmogonía nahua. Que los españoles tradujeron a Apaneca. Esa joya de la sierra la conocí en los años 90s, cuando la efervescencia turística apenas comenzaba, en esa época junto a mi familia tuve la oportunidad de conocer una quinta preciosa, llamada Quinta Gloria, propiedad de la familia Borja, que queda justo abajo del cerro más imponente de Apaneca, el que tiene las tres cruces y está cuadriculado por árboles rompe viento. Por ese tiempo debutaba: La Cocina de la Abuela, restaurante típico, propiedad de parientes nuestros los Valdivieso – Imendia y en cuyo interior habían objetos, documentos y fotografías de la familia, entre ellas una foto de la boda de nuestro ancestro el poeta Carlos A. Imendia con Rosa Boquín y Guzmán del siglo XIX. Volver a Apaneca con mi hija y mi familia, era revivir la experiencia histórica – familiar de casi 30 años, despertar a 14 grados, con las campanas de la iglesia, el canto de los gallos, y el aire más puro en medio del olor a hierba, flores y el mejor café. Experiencia única.