viernes, 3 mayo 2024
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Acapulco de mi corazón, tercera parte

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"Acapulco la perla del pacífico con su concierto de luces titilando por la bahía": Gabriel Otero.

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Por Gabriel Otero.

LLENÓ SUS ZAPATOS DE TIERRA Y PROMETIÓ NO VOLVER

Después de varios días de viaje interminables llegó a la frontera de Guatemala con México a las orillas del río Suchiate, llenó sus zapatos de tierra y musitó una promesa en silencio, se escuchaba con el tono de una plegaria.

     ─Jamás voy a regresar, se dijo a sí misma antes de abordar una balsa que la llevaría del lado mexicano. 

El balsero la vio joven y de muy buena pinta, sonrió empujando con fuerza un palo largo que enterraba en el fondo del río para impulsar la improvisada barcaza, la distancia no era mucha, pero la corriente la jalaba río abajo hacia el occidente, al balsero se le saltaban las venas de los brazos por el esfuerzo hasta que por fin alcanzó la otra orilla.

La mujer era originaria de Tejutepeque, departamento de Cabañas en El Salvador, se llamaba Lucinda, tenía 18 años y había iniciado la aventura en un país lejano al de ella, la motivaban una serie de circunstancias personales y anhelaba descubrir cielos y suelos distintos.

Para una mujer, casi adolescente, la migración durante el Martinato era peligrosa de emprender y a ella le llamaba la atención establecerse en una ciudad centenaria como el Distrito Federal, la cual conocía por fotos en periódicos y revistas, la urbe se perfilaba para ser inmensa y desde mucho antes desplegaba sus maravillas como plumajes de un pavorreal.

A finales de la década de los treinta, los controles en las garitas migratorias eran laxos, a los agentes les ganaba ver a la mujer con aires y piel de europea y no le pedían identificación, presas de un creciente malinchismo, su garbo los avasallaba casi llegando a la hipnosis o al idiotismo de las gónadas.

Lucinda tomó el tren y abordó la segunda clase en Tapachula para el puerto de Veracruz, en la lentitud de los durmientes contempló ejércitos de cedros blancos, encinos, arbustos y árboles frutales, se aburrió del verdor del paisaje y alcanzaba con frecuencia el territorio de la ensoñación, el calor la hacía fantasear e imaginarse de ahí adelante, la felicidad como obligación.

Se bajaba cada vez que podía en alguna estación y escuchaba el acento de la gente, tan parecido y tan distante al de su tierra, y nunca entendió cómo la vieron raro, en una conversación coloquial con otros pasajeros, al mencionar que el café estaba lleno de chingaste, extrañados que una mujer de su belleza fuese mal hablada, la invadió el candor porque no comprendía que en México “chingaste” se interpretara como el pretérito perfecto del modo indicativo en segunda persona singular del verbo chingar, o sea, joder o coger. 

Le costaba el universo detectar cuando la albureaban, ese doble sentido tan usual en una conversación masculina entre mexicanos, que trasluce una proyección homosexual oculta, o un deseo de posesión reprimido.

Arribó al puerto de Veracruz y se hospedó en un hotel cercano al Palacio Municipal en cuyos portales ofrecían clases de danzón los jueves, Lucinda era experta en bailar foxtrot y charleston y se le facilitó aprender a danzar sobre un ladrillo, el llamado baile fino de salón.

Para ella todo era revelación, el café con leche por las mañanas, el malecón por la tarde con su brisa marina como caricia, el olor a mar en los pulmones, las grúas enormes que descargaban con presteza rústicos contenedores, el fuerte de San Juan de Ulúa y sus secretos enterrados en el tiempo, adonde estuvo prisionero Chucho el Roto, y la cordialidad de los residentes del puerto.

Aunque le ofrecieron empleo en una dulcería, Veracruz significaba una estación cuya temporalidad estaba fuera de cualquier duda, ella continuaría para vivir en el Distrito Federal y conocer el glamur de otro puerto también muy famoso por las visitas de estrellas de cine: Acapulco la perla del pacífico con su concierto de luces titilando por la bahía.

Y una mañana calurosa abordó otro tren hacia la ciudad, la que todavía era la región más transparente del aire, el imponente Valle de México, ahí conocería a su gran amor, Julián.

La vida siempre depara sorpresas. 

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Gabriel Otero
Gabriel Otero
Escritor, editor y gestor cultural salvadoreño-mexicano, columnista y analista de ContraPunto, con amplia experiencia en administración cultural.

El contenido de este artículo no refleja necesariamente la postura de ContraPunto. Es la opinión exclusiva de su autor.

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