Por Gabriel Otero.
EL DANDI
Julián era todo un dandi. Vestía trajes a la medida de dos botones con hombreras, le encantaban las telas con tonos oscuros derivados de la gama cromática del negro, gris y azul marino, y los elaborados de lana escocesa. El atuendo habla maravillas o destruye a quien lo porta, desde luego, no era su caso.
Él pensaba en todos los detalles, sus camisas eran confeccionadas en Londres con las iniciales bordadas a mano, el JOR resaltaba en la bolsa izquierda desafiando a la vista como una marca personal y precisa, junto a pañuelos estilizados y mascadas cuando no utilizaba corbatas.
La seda italiana, tan apreciada desde entonces, era el material indiscutible para fabricar ese pedazo de tela alargado sinónimo de formalidad y elegancia, y además, servía de complemento de la camisa, pero los pilares sobre los que se cimentaba su derroche de buen gusto era una colección de calzado Florsheim, de todos los colores combinados según el traje, la vestimenta se coronaba con sombreros de Tardán que escondían sus entradas a la perfección.
Era un hombre guapo que asistía a la liturgia de la barbería cada quince días para acicalarse de bigote, manos y pies y por supuesto podar lo que fuese necesario del cabello.
Aprovechaba su juventud en todo momento, reflejaba el hechizo de la década de los cuarenta, espléndido, repartía billetes por cualquier cosa, era habilidoso para contar chistes y le sobraban mujeres y simpatías.
Y sí que era todo un dandi. Fumaba habanos Cohiba y usaba lentes ovalados verde oscuro, lo que causaba la percepción de seriedad. Un domingo, leía el periódico en el lobby de un hotel cercano a la avenida de San Juan de Letrán en el Distrito Federal. Mientras exhalaba el humo de un puro, Lucinda lo observaba con disimulo detrás de un enorme jarrón de alcatraces.
Ella no entendía como un ser tan atractivo oliera a hoja de tabaco mezclada con loción francesa, el aroma le desagradaba, sin embargo, no podía dejar de mirarlo, él a su vez examinaba a placer la anatomía de ella a unos metros de distancia. Lucinda trabajaba en una tienda de discos, se notaba que era extranjera por el color de su piel, era muy blanca casi transparente y en su acento, parecía comerse las jotas y pronunciaba suavemente las eses.
Ambos se alojaban en el mismo hotel y a diario repetían el ritual de observarse, se atraían, pero ninguno daba el paso de entablar una conversación, y así pasaron un par de semanas, hasta que él resolvió zanjar esas brechas imaginarias y la invitó a desayunar en el café de Tacuba.
Platicaron y platicaron y a las dos horas se enamoraron perdidamente, no es que tuvieran corazones fáciles, sino que ambos hablaban el lenguaje del encanto y se necesitaban el uno al otro como sucede con los amores recién descubiertos.
Entre Lucinda y Julián inició un idilio que duró más de cincuenta años. A los meses se casaron y él le compartió a Lucinda los secretos del negocio de exportaciones, pasaban en Acapulco gran parte del tiempo en donde conoció a Aída y Tomás, con quienes les unieron complicidades tutelares y un cariño familiar enorme.
En el lustro siguiente se aproximó lo que significó una temporada en el infierno para el matrimonio, se avecinaban tiempos nublados, obstáculos que pusieron a prueba su temple. Fue como si el personaje bíblico de Job reencarnara en la fortaleza de Julián.
Es obvio que las bonanzas siempre terminan.