Mi hija mayor cumple 12 años hoy. La veo y me alegra que a sus doce sepa que su cuerpo es suyo, que tiene la libertad de escoger a quién querer, quién quiere ser y expresarse de la manera que lo desea.
Cuando cumplí 12 viviendo en el Centro de San Salvador yo ya había vivido más rápido que el tiempo, como la mayoría de mis congéneres. Robos, terremotos, deslaves, buses quemados, policías untándole pega a los niños callejeros, asesinatos, heridos con cuchillas de zapatero, machetes, botellas, etc.
A mis 12 mi madre, habiendo ahorrado para ese 18 de septiembre, quiso celebrarme el cumpleaños en un restaurante de pollo atrás de la Plaza Morazán. Entramos y pedimos un platillo de adulto para mí. La felicidad era evidente, con café y todo. Ella pidió nada más una pieza de pollo para ella. Al salir oímos disparos, gente corriendo sin saber a dónde ir, buses a toda velocidad, niños tosiendo, humo por todos lados, más gente corriendo y una cantidad igual de antimotines tras ellos. Corrimos queriendo regresar al restaurante para buscar refugio pero ya habían cerrado las puertas. Y también en la librería. Y así sucesivamente en cada negocio al que quisimos entrar. No podía respirar. Mi madre me jaloneaba para poder alejarnos de las lacrimógenas. Al final llegamos a la Dalia donde nos regalaron agua.
A mis 12 ya había vivido suficiente: ya había esquivado una segura violación, ya había chocado dos veces en el transporte colectivo, ya la Marlene me había roto el corazón. Comencé a trabajar a los 6. A los 7 ya repartía tortillas. A los 8 cuidaba carros. A los 9 se vino el terremoto del 86, a los 10 había toque de queda, a los 11 Duarte decía que todo era felicidad mientras yo trabajaba de embolsador en un supermercado ganando nada más propinas y mientras seguían desapareciendo a la gente, en fin, era extraño que no hubiera sido parte de esos fatídicos eventos a mis 12. Dos meses después se desencadenaría el caos total con la Ofensiva Hasta el Tope.
En la contienda política hoy en día hay políticos que, sin interés de mejorar las condiciones de vida para la niñez, quieren hacernos creer que son como nosotros. No lo son: vos no viviste las calamidades de la gente de la clase baja. Vos no sufriste la guerra como la vivimos los de abajo. Al final de cuentas, mientras yo veía las tortillas volar cuando tenía hambre a vos te criaban bien maiciado.
Quiero que mis hijas y todas esas niñas en El Salvador cumplan 12, 15, 18 sin tener que preocuparse por la violencia estructural, por esa violencia heredada de una cultura de abuso donde, si uno lo mira bien, el abusador abusa y el abusado perpetúa la cadena maldita.
Deseo que haya oportunidades donde las niñas se desarrollen a plenitud sin que el padrastro o el vecino las agreda sexualmente por el simple hecho de ser niñas. Quiero que como salvadoreños creemos el país que la niñez necesita para crear un nuevo país, el país ese que mi generación soñó y no tuvo.