Yo, centauro

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Todos, sin excepción, estamos determinados por nuestra condición instintiva, es decir, por nuestra condición animal. No obstante, también tenemos la chispa lumínica de la inteligencia, es decir, nuestra significativa diferencia con el resto de animales.

Salvo escasas excepciones, las cuales reafirman la condición instintiva, esa inteligencia ha estado sometida a la condición básica de nosotros como especie. Basta revisar la historia para confirmarlo.

Se ha dicho que los niveles de inteligencia nos han proporcionado mejor calidad de vida. No obstante, dicha inteligencia no ha sido para que esa mejora llegue al promedio de humanos, si no solo para algunos escasos detentadores y promotores de la dominación, aniquilación y destrucción que se practica desde el origen de la especie. Recordemos a los millones de cadáveres, productos de la Primera y Segunda Guerra Mundiales.

Las otras más recientes no se mencionan para no obligarme a decir quién ha embaucado a naciones enteras en acciones bélicas que, por su misma naturaleza, son propias no de pensamientos lumínicos, sino de mentes perversas, cuyas capacidades están puestas al servicio de nuestra condición básica o animal.

La situación sería fácil de comprender si solo fuésemos animales o inteligentes, pero se complica cuando nos damos cuenta que somos seres que por nuestra misma condición somos mitad mentes lumínicas y mitad bestias. Entonces, como unidad, resultamos Humanos. Este concepto resume esa coexistencia de bestia e inteligencia.

No del todo es asimilable la condición de humano ordenando el asesinato de millones de humanos en las dos grandes guerras mundiales que conocemos y las que se han quedado olvidadas en el tiempo. Tampoco son entendibles las perversidades que día a día se vuelven más comunes.

Tan difícil es nuestra condición que, no obstante, la franca y directa condición de bestias: por apareamiento, reproducción, territorio, necesidades fisiológicas, etc., también tenemos la mente, pero ésta ha creado todo un andamiaje durante miles de años, a partir de lo cual resulta ahora que somos hijos de Dios, y a ese Dios le hemos dado la tarea de representar la perfección, que como humanos jamás hemos conocido. Es decir, la mente le da a Dios una tarea imposible.

La existencia dicotómica del humano se complica más cuando aparece lo que denominamos alma o conciencia. Pues bien, de entre mente lumínica y bestia resultan las crisis que nos sumerge nuestra alma o conciencia. Ni la bestia permite a la mente su condición pura, ni la mente permite a la bestia su condición natural.

Luego, ya tenemos una amalgama de fuerzas que pugnan prevalecer: la mente sobre el cuerpo; el cuerpo, regido por nuestra condición animal, y finalmente la conciencia, pretendiendo un punto de equilibrio entre estas dos innegables verdades.

En esos momentos de equilibrio han nacido estas páginas, escritas por mi parte lumínica y muchas veces dictadas por mi conciencia, pero, sobre todo, observadas por la bestia.  

En un punto del tiempo, otros tan angustiados como yo meditaron sobre lo escrito y mientras lo hacían, uno de ellos, sentado sobre una pequeña roca, sin premeditación alguna y hasta distraídamente, dibujó sobre el polvo, con su dedo índice, la figura más representativa de la fatal realidad: el centauro.

Nosotros… los centauros: llamados hijos de un Dios todopoderoso.

Por lo tanto:   

Yo, centauro

Yo, bestia

Yo, mente lumínica

Yo, conciencia-alma

Yo, ¿hijo directo de Dios?

*De su libro Centauros Ciegos, verdades evidentes, Talleres Gráficos UCA, 2003.

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Grego Pineda
Grego Pineda
Escritor de la diáspora salvadoreña en EE. UU, Magíster en Literatura Hispanoamericana, columnista y colaborador de ContraPunto
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