Por Gabriel Otero.
LA LLEGADA DEL DISCO COMPACTO
Para un melómano de categoría, la llegada del disco compacto a la industria musical encarnó la curiosidad del momento para luego aborrecerla con toda el alma, eso no fue gratuito, la mercadotecnia alrededor y su creciente legión de seguidores resultaron abrumadores. Así ha sido siempre la tecnología, una confrontación entre la costumbre y la innovación.
El arribo al futuro afloraba en las tiendas en 1983, lo vendían como algo superior al disco de vinil, decían que no se rayaba, no vibraba y era significativamente de menor tamaño al disco de larga duración, la música pasaba de ser grabada de forma analógica a digital, y el formato se popularizaba a velocidades espeluznantes.
Tenía obvias ventajas, un sonido más limpio, y su capacidad de almacenamiento era el triple del disco de 33 rpm y el caset, no había necesidad de cambiarlo de lado. Pero las desventajas también eran notorias, se extraviaba la percepción de disco-concepto y echaba por la borda el impacto de una buena portada. No solo eso, las fotografías contenidas en fundas de papel de 31 centímetros, de los antiguos discos de vinil, se reducían a una versión hobbit de patente pobreza visual y si a eso se le agregaban las letras de las canciones el resultado no era nada favorecedor.
Los discos de vinil desaparecerían más temprano que tarde, aunque en realidad nunca se fueron, la producción se redujo al mínimo convirtiendo la escasez en objetos seleccionados y de culto para los melómanos nostálgicos, el caset sobrevivió unos años más, tal vez por su tamaño y haberse transformado en artículo imprescindible junto al walkman, pero el tsunami del disco compacto inundaría durante dos décadas la manera de escuchar música.
A principios del milenio, con la popularización del internet y del mp3, lo cotidiano era encontrarse con discografías completas al alcance de todos, muchos hallamos la manera de convertir los archivos WAV de nuestros discos compactos en mp3, y Napster representó La Meca para localizar canciones desaparecidas, conciertos en vivo e intercambiar música de puerto a puerto, hasta que las disqueras y Lars Ulrich, baterista de Metallica, los demandó exigiendo el pago de derechos y nos dejó a todos con la avidez de una plataforma semejante, ni Ares ni Kazza pudieron reemplazarlo con solvencia.
En los siguientes años vendría otra transformación radical: los servicios de streaming como Spotify, Deezer, Youtube Music y Amazon cambiaban a rocolas digitales instantáneas. La música se guardaba en servidores, su facilidad de uso cambió para siempre la forma de oírla.
Hoy algunos proclaman el fallecimiento del disco compacto.
AQUELLA INFAUSTA TARDE CANICULAR
En aquella infausta tarde canicular, ni siquiera un viento tímido sacudía las hojas de los árboles, la recuerdo bastante bien, bajé con desgano las ocho cajas del taxi que pesaban lo mismo que el mundo. Invadido por el desasosiego, dudaba en hacer lo que tenía que hacer.
Me disponía a vender mi colección de mil 322 discos de vinil que adquirí con esmero durante ocho años, cinco meses y doce días, producto del esfuerzo de mi trabajo como dependiente en la Ferretería el Gato y aprendiz en Impresos Continentales. Era yo un melómano joven curtido en el tianguis sabatino del Chopo, y en las antiguas tiendas de discos como Zorba, Briyus, Rock Express y la recién abierta Tower Records de la calle de Mazarik.
No voy a ahondar en las circunstancias que me obligaron a consumar semejante barbaridad, en mi descargo afirmaré que esta solución era la única alternativa para apaciguar un huracán.
Trémulo, fui cargando una a una las cajas para introducirlas en la tienda de compra y venta de discos, su dueño me preguntó si tenía la certeza de lo que iba a hacer, solo atiné a asentir con la cabeza, un nudo en la garganta me impedía pronunciar cualquier palabra, lo más seguro es que hubiera emitido un sonido gutural desagradable en los previos de un trato comercial.
El dueño, con presteza, abrió una de las cajas al azar, y sacó un bonche de discos, todos tenían bolsas transparentes y el empaque de celofán original, el primero que revisó fue el inolvidable Who’s Next de The Who, con su portada tan poderosa como irreverente, y siguió examinando uno por uno para detectar surcos anómalos o algo llamativo, su ojo clínico se movía con la misma rapidez que la aguja de un tocadiscos.
─¿Cuántos son?─ inquirió.
─Mil trescientos veintidós─ respondí con cierto dejo de fastidio, ─¿Vas a revisarlos todos?─ rematé.
─No─ me dijo mientras los volvía a meter en la caja ─Solo quería cerciorarme que estuviesen bien cuidados, yo no los vendería, es una colección valiosa─ comentó sorprendido.
─No me queda de otra, sino no los hubiera traído─ dije tajante para zanjar la conversación.
Sacó la chequera y escribió una cifra contemplando varios miles de pesos, antes de que por decreto le suprimieran varios ceros. Su pago fue generoso, pero eso no le quitó la amargura a la vivencia y al recuerdo.
Salí de la tienda lamentando uno de los grandes errores de mi vida, esos que se cometen en tardes caniculares de juventud.