Visitando museos antropológicos

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Soy un guerrero de ascendencia maya que vivió y disfrutó diez y siete años,  hace nueve siglos (según el calendario de los conquistadores); fui sacrificado para que mi pueblo ganara una de sus tantas batallas, pero fue derrotado precisamente en esa.  Esta condición ha hecho que mi otra vida sea un problema, realmente soy una especie de “alma en pena”; pero realmente no me arrepiento, no me duele, no culpo a nadie, creo que hice bien mis bailes y gritos durante la guerra no obstante que ya estaba muerto; ahora bien, si a los dioses no les llamó la atención mi actuación, es cuestión de gustos, preferencias y modas. Precisamente antes de la llegada de los españoles mantuvimos nuestras costumbres (incluyendo los ritos religiosos); en los dos siglos de conquista, sólo los pueblos que resistí­an o se sublevaban militarmente sacrificaron guerreros para obtener la gracia de los dioses nuestros.

Ahora todo es distintos, la mayorí­a de los bailes o danzas  marciales desaparecieron o han sido transformados en asuntos  festivos, que se ejecutan en algunos municipios con un poco de población aborigen, me refiero a bailes como el “Torito pinto” y “El Venado”; yo felicito a las casas de la cultura y otras instituciones que tratan de mantener aunque sea estos remedos de nuestra cultura, pero debieran de investigar más y entusiasmar a músicos y coreógrafos para que recreen nuestros bailes; yo me ofrezco a enseñarles a bailar de verdad, pero las personas interesadas deben conectarse conmigo mediante sueños, así­ que cuando quieran hacerlo piensen en mí­ y sientan la sensación que viajan entre las nubes y los tiempos.

Para ser sincero, no me gusta esta vida después de mi muerte; frecuentemente me encuentro con otros muertos que andan bien contentos, se rí­en, juegan y joden a los vivos (los asustan); yo no soy de esos, me enseñaron a ser muy serio, disciplinado y ordenado, no soy cualquier muerto, soy un guerrero sacrificado.  No he podido encontrar a ninguno de nuestros dioses, posiblemente se sienten humillados, ahuevados y marginados; en ocasiones me pongo a danzar y gritar para ver si alguno de ellos se fija en mí­, pero los otros muertos solo se burlan, parece que no me entienden;  los historiadores, antropólogos y arqueólogos muertos deberí­an de dar charlas o escribir para culturizar a los otros difuntos, ya que la mayorí­a ni siquiera conoce quién es la “Serpiente emplumada”.

Yo disfruto mucho visitando los museos antropológicos, especialmente ver las caras de admiración de las personas ante las imágenes en piedra de nuestros dioses, las vasijas en que les hací­amos las ofrendas, los collares que utilizábamos los guerreros, las puntas de flecha, las figuritas de animales hechas de puro oro, los instrumentos musicales. Hace unos pocos años, visité un lugar arqueológico en el Valle de Zapotitán, un poblado en que viví­an mis ancestros, fue cubierto por las cenizas de la erupción de  un volcán  que se regaron por todo el planeta.

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Santiago Ruiz
Santiago Ruiz
Columnista Contrapunto.
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