A principios de mayo del 2020, ya se sabía que, de un cien por ciento de contagiados de covid-19, un 70 por ciento no presentaba síntomas y se curaba de la enfermedad mediante la acción natural de su sistema inmunológico. También que, del 30 por ciento restante, un 25 por ciento corría el riesgo de que sus síntomas normales se agudizaran y que incluso esos pacientes pudieran llegar a morir, sobre todo por padecer de enfermedades que el virus venía a agravar, especialmente en personas de la tercera edad.
Desde mucho antes de que la Organización Mundial de la Salud (OMS) declarara ―en forma dudosa, dadas las características apuntadas de la dolencia que nos ocupa― que el brote de covid-19 constituía una pandemia, también se sabía que el sistema financiero transatlántico estaba en bancarrota debido a que el capitalismo financiero había hecho de la especulación improductiva la principal forma de acumulación de capital (lo cual lleva siempre a crisis periódicas) y a que, por intermedio del interés de la industria armamentista-energética-financierista, representada por la élite de los Clinton-Obama-Soros, Wall Street y la City de Londres, el Estado había asumido el salvataje de la fraudulenta banca que perpetró la estafa global del 2008 mientras la Reserva Federal emitía ―de manera irresponsable, como siempre― excesivo papel moneda sin respaldo material.
La profunda depresión económica que resultaría de este doble fraude global necesitaba una causa cuya comprensión y credibilidad estuviera al alcance de las masas desinformadas por la interconexión, y para crear esta falsa causa sirvió el pánico que la OMS y los medios masivos de comunicación, controlados por la oligarquía financiera mundial, sembraran en la conciencia colectiva en relación al covid-19. El mismo papel jugó el confinamiento forzado que les impidió a los asalariados, a la pequeña empresa y a los miembros de la economía informal, trabajar y producir. De este modo, para el endeble criterio de las masas televidentes e interconectadas del mundo, la causa de la gran depresión económica que se empezaba a sentir en el primer mundo y que pronto se sentiría en el tercero, no estaba en la doble estafa planetaria perpetrada por la fraudulenta oligarquía financiera y especuladora mundial (ligada a la industria armamentista y energética), sino en la fatalidad (divina o mundana, no importaba) representada por el “nuevo coronavirus” o covid-19. La idea sembrada por los medios masivos fue que vivíamos una fatalidad cuyo control estaba fuera del alcance humano, y que a eso se debía el masivo desempleo, el hambre extendida, las estafas bancarias a los pequeños ahorrantes y la indefensión generalizada de la humanidad, convertida ahora en una presa más fácil para los depredadores financieristas y para el “Estado profundo”, conformado por la oligarquía mundial, los servicios de inteligencia transatlánticos, los medios masivos del mainstream y los magnates de la industria del espectáculo y la interconexión.
Por si todo esto hubiera sido poco, también era algo archisabido que el financierismo neoliberal planetario participaba de la tesis malthusiana de que hay demasiada gente en el mundo y que los recursos naturales disponibles no se dan abasto para alimentar a tantísima población. Este punto de vista “naturalizaba” un problema que esencialmente es económico-productivo y, por supuesto, político. Pues, sin duda, un sistema basado en la especulación financiera improductiva de bienes materiales no puede alimentar a la totalidad de sus habitantes porque su lógica oligárquica obedece a intereses minoritarios y no al de las mayorías. Al asentar que no se podía alimentar a toda la humanidad, el neoliberalismo financierista justificaba una bestial realpolitik consistente en implementar políticas de despoblamiento mundial, las cuales se realizaban por medio de la promoción sistemática de guerras (para mayor bonanza de la industria armamentista y energética), entre las cuales tenían un papel preponderante las guerras químicas, bacteriológicas y virológicas, como parte de la llamada “guerra híbrida” o “de quinta generación”, en las que las tropas ocupan un rol secundario en relación a la propaganda mediática y al control de los corazones y las mentes de la población para inhibir el pensamiento crítico y la capacidad de análisis y de indignación y rebelión. En el caso del covid-19, el objetivo despoblador fue la tercera edad, a la que la ética neoliberal considera prescindible por “improductiva” y con cuya disminución la banca se ahorra grandes sumas en pensiones y seguros por enfermedad. Al respecto, es irónico que la generación de los babyboomers, tan apreciada por haber sido el símbolo de la bonanza del dólar en los años 60 ―gracias al gran negocio del Plan Marshall―, estuviera ahora en la mira del despoblamiento que realizaba el mismo sistema que ellos ―con sus consumos contraculturales domesticados― contribuyeron a idealizar. Así funciona el sistema financierista y, por eso mismo, así está el mundo. Ese mundo cuya falsa conciencia crítica financia George Soros (en forma de oenegés progres y políticamente correctas), uno de los bastiones, junto a la banca Rothschild, del financierismo criminal que ahora analizamos.
A propósito, y hablando de lo que financia Soros ―para mayor gloria del capital especulativo global―, también resulta irónico que la supuesta pandemia viniera a anular la urgencia de las reivindicaciones que este megaespeculador sufraga, como por ejemplo el cambio climático en versión apocalíptica (que pretende desindustrializar al mundo en favor del financierismo), la sexista ideología de género (que es una táctica despobladora por fomento de la ausencia de reproducción), los esencialismos etnocéntricos y nacionalistas (que buscan desmembrar las naciones convirtiendo en países distintos sus zonas industrializadas, como es el caso del separatismo catalán y del regiomontano) y, en fin, la total tolerancia por total relativismo que, como se ha dicho repetidamente, por fuerza desemboca en una total indiferencia en cuanto a las dinámicas concretas de lo social-cultural.
Más irónico aún resulta que el asesinato público de George Floyd en Minnesota a principios de mayo, así como las generalizadas protestas que provocó ―a algunas de las cuales los instigadores profesionales financiados por Soros indujeron al vandalismo y los saqueos por medio de la inasible ANTIFA y otros grupos terroristas―, pasaran a formar parte del golpe de Estado en marcha contra Donald Trump por parte de la facción financierista del Partido Demócrata, y que todo esto hubiera puesto en segundo plano al mismísimo covid-19. Este juego de biombos ilustraba que vivíamos en una época de grandes manipulaciones masivas por medio de la desinformación audiovisual y la interconexión en clave de entretenimiento banalizado, y que el miedo era la única verdadera pandemia que afectaba al planeta desde la irrupción del neoliberalismo en el primer mundo en los años 70, y en el tercero en los 90 del siglo pasado.
Como ya sé que no faltará el ingenuo, el ignorante, el malintencionado (o quien encarne estas tres taras en una sola persona) que interprete este análisis como una adhesión a, y una defensa de Trump, es necesario decir que, debido a que sus intereses personales están en el rubro de la productividad física de mercancías y no en el de la especulación financiera improductiva, Trump coincide con la propuesta china y rusa de una desglobalización paulatina y una renacionalización regionalizada de la productividad material para la construcción de infraestructura global, según los lineamientos de la Nueva Ruta de la Seda. Por eso, en tanto que los Clinton buscan con afán una guerra con China y Rusia, por tener intereses en la industria armamentista y energética, de la reelección de Trump en noviembre de este año puede depender si el neoliberalismo simplemente se resetea después del covid-19 y el mundo entra en una guerra nuclear, o si cambia de paradigma mediante una alianza de China, Rusia y Estados Unidos para el impulso de una economía de productividad física nacionalizada y regionalizada que acabe con las guerras y con los saqueos por extracción irracional de recursos naturales en el tercer mundo, lo cual constituye el corazón de la lógica neoliberal. La guerra de palabras de Trump contra China y las respuestas de ésta, constituyen discursos encaminados a ganarle a Trump votos para que se reelija. Todo lo cual no le quita a Trump lo racista, lo sexista y lo narcisista. Tampoco lo ridículo.
Así estaba el mundo en la primera semana de mayo del 2020, que fue cuando se escribieron estas líneas. Mientras tanto, el edulcorado mundo de las progresías mundiales financiadas por Soros, se regocijaban con los discursos progres de las estrellas de Hollywood, que aullaban contra el detestable Trump para de pasada ganar más fans y fortalecer así la enajenante industria del entretenimiento, ligada pornográficamente al financierismo global. Otro entusiasmo suicida de las masas progres fue su fiebre por la digitalización de la educación, el arte y otras actividades de servicios, ya que aquello significaba sólo un reseteo del neoliberalismo financierista encarnado en Bill Gates, Marck Zuckerberg, Jeff Bezos y otros, quienes eran algunos de los que usaban y abusaban del covid-19 en clave geopolítica.
El asesinato de George Floyd también vino a echar por tierra el pánico infundido por los medios masivos en relación al covid-19, así como el falso debate sobre “quedarse en casa” o “abrir la economía”, pues las manifestaciones masivas y la violencia que, gracias a los instigadores de Soros, éstas acusaron, vinieron a subrayar que “la normalidad” neoliberal ya estaba instalada en medio de la fase más alta de los contagios y las muertes por el virus, y que, sin duda, la economía se “abriría” acompañada del covid-19 y del conflicto racial. En otras palabras, todos irían a trabajar con el virus circulando a su alrededor. Por ello, las supuestas “etapas” de la “vuelta a la normalidad” se perfilaron como continuación de la manipulación por miedo, a pesar de que los argumentos en contra de que el covid-19 constituyera una pandemia se habían consolidado, sobre todo ante las cifras de muerte por neumonía y otras dolencias, que superaban con mucho las causadas por el “nuevo coronavirus”, del cual se sigue insistiendo en la incógnita de si brotó en forma natural o fue originado en un laboratorio y plantado como parte de una guerra de quinta generación para justificar la mencionada recesión económica mundial, para despoblar más el planeta y para digitalizar la vida humana en favor de las corporaciones de la “comunicación”.
Dicho esto, y ya para terminar, me resulta obligado, por razones que los lectores comprenderán, hablar de pasada sobre el caso de un país insignificante: el mío. En Guatemala, un recién estrenado presidente de extrema derecha fascista con antecedentes de haber perpetrado limpiezas sociales en su calidad de jefe de presidios en un gobierno anterior, vio sin duda la gloria cuando le cayó del cielo el covid-19, pues esto le permitió fingir que se ponía a la cabeza de un problema de salud ingente y abandonar así las problemáticas estructurales del país que heredaba de otro presidente similar. También le permitió justificar un endeudamiento público multimillonario para ayudar a quienes se quedarían sin trabajo por la emergencia sanitaria. En cuanto a ello, ocurrió lo de siempre en este país: que la ayuda no acabó de llegar completamente, y que lo que llegó no se comparó ni de lejos con la exorbitante cantidad recibida en préstamos internacionales y donaciones de la oligarquía local, lo cual llevó a la voz popular a afirmar que lo que les suele llevar cuatro años a todos los presidentes, es decir, volverse millonarios con el dinero público, a este sólo le había llevado cuatro meses.
La ciudadanía guatemalteca volvería a su “normalidad” en medio de la proliferación del covid-19, igual que el resto del mundo. Y, como en el resto del mundo, su masificada intelectualidad (progre o abiertamente reaccionaria, es lo mismo) se solazaría citando extractos wikipédicos de La Peste, de Camus, sin acabar de entender que el covid-19 fue, como el ataque a las Torres Gemelas, un rentabilísimo cuanto letal simulacro posmoderno de una desgracia venida de afuera, montado por la oligarquía financiera mundial para consumo de una humanidad que perdió hace tiempo su capacidad de entender el trastornado mundo en que vive. Por eso mismo, esta humanidad tampoco entendía que, para salvarse del escurridizo virus que nos ocupa, lo único que tenía que hacer era fortalecer su sistema inmunológico (comiendo sanamente y evitando el miedo, que lo merma) y, si hubiera sido el caso de que aparecieran síntomas, medicarse de acuerdo a ellos. Nada más. En el caso de los enfermos a los que el virus potenciaba sus dolencias, lo que fatalmente debían hacer era hospitalizarse. Los aspavientos alarmistas y el clamor por una vacuna inventada por los mismos que usaron y abusaron del mentado virus, sólo aumentaron la histeria colectiva en que la ignorancia provocada tiene sumida a la única especie animal que alguna vez fue capaz de pensarse a sí misma como perfectible, gracias a dos atributos exclusivos de ella: la práctica responsable de la creatividad y la lucha perenne e inclaudicable por su libertad. A aquellas alturas, estos dos atributos resplandecían despreocupadamente por su ausencia.
Publicado en Revista de la Universidad de San Carlos de Guatemala No. 44 (enero-marzo 2020): 5-11.