Una vez finalizadas las vacaciones de agosto, la sociedad salvadoreña –sus diferentes actores y sectores— se preparan para hacer frente al segundo gran tramo del año, que cerrará con las fiestas de navidad y año nuevo. Naturalmente que el significado y formas de encarar este periodo varían, según la propia realidad de cada cual.
A grandes rasgos se puede decir que para la mayor parte de la población, el propósito más importante es tener lo básico para vivir, lo cual comienza con contar con un empleo y unos ingresos dignos. Aquí comienzan las dificultades reales para la mayor parte de familias salvadoreñas, pues ni los empleos ni los ingresos responden a criterios de dignidad, sino más a bien a criterios de precariedad y explotación.
O sea, la vida real de la gente es sumamente difícil cuando la estructura laboral se concentra en los servicios y cuando la voracidad empresarial pone límites injustos a las remuneraciones de los trabajadores y trabajadoras. Sin cambios reales en la estructura económica nacional será imposible que la vida real de la gente mejore. En consecuencia, esta dinámica social real, con sus ritmos, tribulaciones y afanes, continuará ahí, abriéndose paso más allá de lo que se discuta en otros ámbitos de la realidad nacional.
En otro de los polos –opuesto precisamente al polo representado por la mayor parte de la sociedad— está la élite de poder económico, con sus ambiciones desmedidas, sus ansias de riqueza, su renuencia a mirar más allá de sus propios intereses, sus presiones y sus alianzas política y jurídicas.
El polo de poder económico –”los ricos más ricos de El Salvador”, como los llamó María Dolores Albiac— tiene que ser puesto en la mira del análisis y de la crítica, pues es la contraparte que niega realmente los derechos y la dignidad de la mayor parte de los salvadoreños y salvadoreñas. Pese a la transición democrática, y a los innegables cambios políticos en el país desde 1992, la oposición ricos-pobres sigue siendo lacerante; es decir, sigue siendo una verdad de la realidad nacional que hay un polo de riqueza desmedida –con privilegios, ingresos, consumo y bienestar extraordinarios— y un polo donde predominan la precariedad y el abandono.
A muchos, hablar de esto les parece aburrido –incluso dinosáurico y políticamente incorrecto–, ya que prefieren regodearse en el amarillismo simplista y manipulador que explota, con gran deleite, el contraste existente entre la “clase política” y la realidad de la gente. A diario, se ve cómo se explota ese contraste, mediante el cual no sólo se contraponen los ingresos, consumo y bienestar de los políticos a la condición de precariedad del salvadoreño de a pie, sino que se “vende” la idea de que los problemas del país tienen su raíz en la política, y que si los políticos no tuvieran los salarios que tienen o no viajaran en avión o no usaran autos –quienes presumen de radicales desean que los políticos dejen de existir— las dificultades de El Salvador se resolverían por arte de magia.
Nada más falso que eso. Más allá de que la esfera política debe ser sometida a un juicio crítico permanente y que deben operarse correcciones significativas en sus prácticas, el contraste radical (y que explica los males estructurales del país) es el que existe entre el polo de poder económico y el polo social. Esta es la oposición fundamental: poder económico versus sociedad. Lo cual quiere decir, por un lado, que sin entender la lógica del poder económico no se puede entender la lógica de la sociedad, con sus exclusiones, su miseria y su deterioro. Por otro, quiere decir que sin atacar los cimientos del poder económico –su voracidad, su incapacidad para ver más allá de sus intereses— los problemas sociales, económicos y ambientales más profundos no se van a resolver.
En este sentido, se hace necesaria la mirada crítica y permanente sobre el poder económico. Hay que librar la batalla en contra de quienes –plumíferos, comunicadores de baja ralea y cómplices del poder económico— se esfuerzan por sacar del foco de atención a los ricos más ricos de El Salvador. No hay que permitir que ganen la batalla, desviando la atención pública hacia un ámbito que no es el que, estructuralmente, niega los derechos fundamentales de los salvadoreños. Esto no supone ninguna complicidad con la política, en lo que la misma tiene de abusos, falta de decoro y moderación, sino un llamado a no confundir las cosas y a tener claridad acerca del papel del poder económico en la configuración de la realidad nacional, en sus dimensiones más profundas de cara a la vida real de la gente.
La crítica a la esfera política –que es la esfera del poder del Estado— debe ir más allá de los salarios, estilo de vida o falta de decoro del que hacen gala algunos políticos: debe apuntar a su compromiso y eficacia en la protección de la sociedad, antes que nada de la voracidad de los ricos más ricos. Es decir, una de las grandes tareas de la política –en El Salvador y cualquier parte del mundo– es el control del poder económico, cuya propensión a crecer a expensas y en contra de la sociedad es permanente. Este es el mejor criterio para juzgar el desempeño político; es el mejor criterio para separar a los buenos de los malos políticos. Y, en este sentido, los políticos de la peor calaña son aquellos que se convierten en cómplices del poder económico y sus abusos. Cuando hacen esto, se colocan en contra de la sociedad, por su alianza con quienes acumulan riquezas y privilegios mediante mecanismos de explotación legitimados con trampas jurídicas y con construcciones mediáticas que convierten en símbolos públicos a quienes privadamente –y a veces no tan privadamente– obran como criminales.