Una de muchas lecciones

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La crisis actual, suscitada por la pandemia del coronavirus, está dejando una serie de lecciones importantes, de las cuales habrá que hacerse cargo –es de desear— más temprano que tarde. Algunas se imponen desde ya; otras podrán esperar a que la crisis, por lo menos en lo que concierne a la emergencia sanitaria, comience a menguar. En el breve espacio de esta columna quiero centrar la atención en uno de los aspectos que han acompañado de cerca a la propagación del virus y que, en conjunto, ha sido más que contraproducente: la proliferación y circulación masiva de opiniones, comentarios y rumores que, además de confundir a los ciudadanos –lo cual es ciertamente grave—, han sido el canal para sembrar el pánico colectivo, sobre todo cuando esas opiniones, comentarios y rumores se han teñido de contenidos apocalípticos.

En este rubro, casi nadie se salva de haber propagado una afirmación, idea o comentario relacionado con el coronavirus y su impacto, sin prestar atención a su racionalidad, seriedad o pertinencia. Es decir, se cayó en la práctica del chisme o del chismorreo, con el agravante de que esa práctica no se quedó limitada, como antaño, al grupo de vecinos o de amigos, sino que se añadió a los millones de mensajes que circulan (y están circulando) en las redes de comunicación virtuales. Como resultado de ello, el “información chatarra” y la “contaminación cognoscitiva” se han mezclado con (o, peor aún, han diluido) los planteamientos serios e informados, tan necesarios en una situación en la cual las decisiones que se tomen (a partir de lo que se conoce o se desconoce) son de vida o muerte.

El “chismorreo” público, catapultado por las llamadas “redes sociales”, ha puesto de manifiesto sus más graves defectos, como lo son la falta de seriedad, estridencia, amarillismo, simplismo y debilidad de sus “fuentes”. Opinar por opinar, diciendo lo que a uno de le viene en gana o repitiendo “lo que se dice”, no es responsable ni serio. Claro que los gobiernos democráticos no pueden coartar el derecho de las personas a opinar lo que quieran. Éstas, sin embargo, sí pueden autolimitarse y contener sus ansias de participar, guardándose de opinar de aquello que no saben o no tienen información confiable. Se requiere, eso sí, educación, autocontrol y prudencia…, lo cual o brilla por su ausencia o es anulado por los ímpetus de “estar en la jugada”.

Los medios de comunicación han sido, por lo general, plataformas del chismorreo y de las opiniones infundadas. Desde hace unas dos o tres décadas, abrieron las puertas a opinadores de la más variada ralea, siendo muchas veces sus presentadores estrella los jueces que dirimían entre opiniones contrarias. Se creó un estilo de periodismo en el cual cualquier persona se convirtió en experta en asuntos triviales y no tan triviales; y los expertos de verdad fueron excluidos o sumados (cuando lo fueron) a foros en los que su opinión era vista como una más. Este modo de proceder ha pesado en la crisis actual, cuando las voces que importa escuchar son las de los expertos: epidemiólogos, biólogos, químicos y médicos, es decir, personas enfoques y opiniones científicas.   

Algunos medios, además de propiciar el chismorreo con el coronavirus, han alentado un clima de opinión apocalíptico sumamente peligroso para la salud mental.  Para el caso, en vía Internet me llegó el reportaje de larazon.es que se titula “Eudald Carbonell, el científico de Atapuerca que avisa de la extinción del homo sapiens por la pandemia” (de Marian Benito), al cual presté atención debido al respeto que siento por este gran científico español. Debo decir que, cuando leí el enunciado citado, dudé de que Eudald Carbonell hubiese hecho tal afirmación, porque los científicos suelen ser sumamente cautos, especialmente cuando se trata de hablar de la “extinción” del Homo sapiens.

Y, en efecto, en el cuerpo del reportaje Carbonell no “avisa de la extinción del Homo sapiens por la pandemia”, sino que hace ver su preocupación por la forma cómo la especie humana está mostrándose incapaz de gestionar razonablemente su vida y la del planeta, cosa que se ha puesto de manifiesto en el manejo de la pandemia actual. Para él, si no se cambia el rumbo en cómo se manejan los recursos del planeta, se organiza la sociedad y se gestiona el bienestar colectivo, y no se establecen mecanismos eficaces y solidarios de cooperación mundial, la especie humana no tendrá futuro. Leer esas opiniones suyas me confirma en mi respeto hacia él y hacia el equipo de investigadores de Atapuerca. Son voces como las de Carbonell, Juan Luis Arsuaga o José María Bermúdez de Castro –hacedores de ciencia de la mejor en nuestra hermosa lengua española— las que han perdido relevancia en el ruido mediático prevaleciente en España y en otros lugares. Son las voces –voces de la razón— que hay que escuchar en estos tiempos aciagos. Pero no tergiversadas mediáticamente, como sucede lamentablemente en la nota periodística aludida.

En fin, el cambio de rumbo se impone en muchos de los rubros que configuran la realidad social, económica, política y cultural. Uno de esos rubros es el mediático, en sus distintas dimensiones. No es razonable seguir cultivando el envenenamiento mental de las personas con chismorreos, desinformación y mensajes apocalípticos. Un control de calidad de las opiniones se impone, por lo menos en aquellos espacios o foros en los cuales eso sea posible. Es bueno que se entienda, de una vez por todas, que de la suma de opiniones de baja calidad no surge una opinión de mejor calidad y que, también, hay opiniones de mejor calidad que otras, y que no se trata de “balancear” puntos de vista, sino de promover los más razonables y apegados a la realidad.

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Luis Armando González
Luis Armando González
Columnista Contrapunto
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