Humor negro sobre la justicia entre paisanos
Un par de policías tomaban nota para su reporte del asesinato a tiros de un motorista en la Calzada Roosevelt cuando, ante el cadáver ya cubierto con una sábana, uno le pregunta al otro: “¿Roosevelt se escribe con ‘be’ grande o con ‘ve’ chiquita?” Después de meditarlo un rato, el interrogado le dice a su compañero: “Si querés nos llevamos al muerto a la Calzada San Juan”. La esposa del asesinado, a quien acompañaba el hermano de éste, apareció en la escena del crimen y se abalanzó dando de gritos sobre el cadáver. Esto le dio tiempo al policía de la duda ortográfica para leer un anuncio comercial que decía “Agencia Roosevelt” y pudo escribir su nota correctamente.
La esposa y el hermano de la víctima se metieron a un automóvil rojo que manejaba ella y se fueron a una funeraria. Pero la mujer iba tan nerviosa que al hacer un cruce no vio a un motociclista que la rebasó por la derecha y lo hizo volar por los aires mientras la moto brincaba en el asfalto dando vueltas como un aspa de molino. Ella quiso huir, pero el semáforo de la siguiente cuadra le marcó el rojo y el pesado tráfico la obligó a detenerse. Allí la alcanzó la patrulla del agente de la duda ortográfica quien le dijo: “¿Ya se dio cuenta de lo que acaba de hacer, señora? Se dio a la fuga después de atropellar a un motociclista”. “Sí”, respondió ella, “pero él se me atravesó…” “No importa, señora”, siguió el policía, “cuando pasa algo así usted no debe moverse de su lugar.” “¿Podríamos arreglar esto de otra forma?”, preguntó la mujer sonriendo. “Mire”, respondió el policía, “si estuviéramos en mi pueblo, lo arreglábamos, pero aquí estamos bien ‘camareados’ por todos lados”. “¿De dónde es usted?”, preguntó la mujer. “De Jocotán”, respondió el policía. “¡Yo soy de Camotán!”, dijo ella emocionada. “Ay Dios, paisana”, exclamó el oficial, “¿cómo le hiciéramos? Es que ya le digo, aquí no puedo ayudarla mucho… Pero, espere, voy a hablar con el motorista a ver si pueden llegar a un acuerdo”. A los diez minutos cada uno iba para su casa. Cuando el policía entró en la patrulla para volver a la escena del crimen, su compañero le preguntó: “¿Cachaste algo?” “No”, le respondió el otro, “la del carrito rojo era paisana”. “Ah, bueno”, dijo el primero, “ya va a caer algo”. El hermano del asesinado de la Roosevelt le dice a la mujer que maneja: “Qué suerte que el policía era de por allá”. “Sí”, convino la mujer, “porque si nos toca un capitalino todavía estaríamos allí alegando”.
En la esquina donde había sido el choque del motorista y la mujer, hay un chupadero desde el que dos parroquianos ―ajenos a la balacera lejana de hacía un rato― habían visto todo. “Se arreglaron entre ellos”, dijo uno. “Sí”, repuso el otro, “pero yo todavía estoy temblando de la goma”. “Echate uno más”, urgió el primero, y el tembloroso se bebió otro octavo de aguardiente. Respiró hondo, pidió un tercero y lo tragó en dos tantos. “¿Cómo te cayeron?”, preguntó el primero. “Muy bien”, respondió el segundo, “siento que ya entré al asfalto…” “¡Ja!, pues platiquemos tranquilos”, rio el primero: “¿Vos sabés cuál es la definición de la palabra ‘beso’?” “No, ¿cuál es?” “Poné atención: beso es cuando un sujeto sujeta a una sujeta con su jeta”. El que ya había entrado al asfalto sonríe y pregunta: “¿Esa definición es tuya?” “No”, responde el otro, “es de un poeta de Huité, paisano mío re buena gente; tanto, que cuando por fin logró comprarse un carrito rojo acabó dándoselo a la mujer y ahora anda en moto”.