Por Gabriel Otero.
Imaginar la sala de urgencias nos remite a sufrimientos, a dolores extremos, a malestares insoportables que deben ser mitigados con celeridad, a tocar la fetidez y a oler la soledad, porque las dolencias nunca se comparten y los olores conforman la paulatina descomposición hasta llegar a la podredumbre. Y hacía ese proceso vamos cuando hay tiempo y nos acicalamos para la muerte.
Treinta y tres veces he estado en urgencias: por heridas de cuchillo y formón, rozones con láminas oxidadas, clavos enterrados en la espalda y los pies, presión alta, presión baja, una herida de siete puntos en el cráneo, fracturas de brazo y pierna, apendicitis, intoxicaciones por pescado y mariscos, lavado de oídos para sustraer agua de mar, insolaciones, piquetes de avispa y abeja, mareos, vahídos, vómitos, deshidrataciones, dermatitis atópica, meningitis y crisis de fiebre reumática, sin contar con todo tipo de enfermedades de la niñez atendidas en casa.
Y aun así mi salud no ha sido endeble, todo lo contrario, paso largas temporadas sin afectaciones físicas y sin padecimientos, lo único es la maldita presión, esta enfermedad no es juego, y han estado a punto de internarme en cuatro o cinco ocasiones, y me he escapado de último momento como un mago moderno porque desaparecen los males y me curo, aunque sea en apariencia.
Las salas de urgencias no tienen nada de atractivo, sean hospitales públicos o privados, como escribiera el Blaster Sebas, con sus pinceladas de sabiduría contemporánea, en esa red social para viejos ególatras que es el Facebook:
“Qué van a saber ustedes de soledad
si nunca les ha tocado ir
a urgencias solitos”.
(S.B. 5 de julio de 2024, https://www.facebook.com/photo/?fbid=1024945738996275&set=a.300268478130675)
Y no es nada recomendable, a menos que se posea la tolerancia de soportar ancianos que se quieran dormir en el hombro de uno, o se tenga la piel dura de arcosaurio para ver resbalar las desgracias ajenas y ser estoico en el sentido moderno y tener conciencia que el dolor no es más que una estación pasajera.
Y uno se ve ahí sentado por horas, a la espera de la consulta, para que al final la doctora escriba en su diagnóstico que el paciente masculino de 58 años, está consciente, orientado en sus tres esferas y con 15 puntos en la escala de Glasgow, y no merezca una incapacidad aunque la dermatitis atópica le invada todo el cuerpo y las laceraciones no lleguen a la garganta y pueda respirar.
Y treinta y tres urgencias nunca serán suficientes para seguir nadando en la vida y existir, siempre existir.