Por Renán Alcides Orellana
“La poesía es pintura bucal, como la pintura es poesía silenciosa”, es una expresión que, por largo tiempo, me ha parecido digna de repetirse, por cuanto refleja una relación muy estrecha de la intimidad creativa. Hace muchos años la comentábamos con Toño Salazar, reconocido caricaturista, poeta del pincel y diplomático, durante una reunión/recepción de escritores, en un centro cultural de San Salvador.
Antonio Salazar (Toño Salazar para las artes) nació en Santa Tecla el 1 de junio de 1897 y falleció en la misma ciudad, el 31 de diciembre de 1986, a los 89 años de edad (11 años más, y Toño Salazar por poco se convierte en centenario). Atrás quedaba una admirable trayectoria artística, que le permitió dar a conocer al país, mediante sus elogiados trazos pictóricos y sus famosas caricaturas. Toño Salazar, con acertada predilección, sabía seleccionar para sus caricaturas a personajes reconocidos, que en ese momento destacaban en el contexto socio-cultural y político, a nivel nacional y mundial.
Desde mi niñez, en mi pueblo natal Villa El Rosario, al norte del departamento de Morazán, yo había oído hablar y estudiado parte de la obra de varios intelectuales salvadoreños, para entonces los de mayor prestigio: Masferrer, Salarrué, Claudia Lars, Ambrogi, los Espino, Guerra Trigueros y, entre muchos otros, al caricaturista y poeta del pincel Toño Salazar. Me atraían e inquietaban la pintura y la poesía; por eso, cuando en 1959 me radiqué en San Salvador para estudiar Humanidades en la Universidad de El Salvador e iniciarme en el ejercicio periodístico, me propuse buscar y acercarme, como oportunamente lo hice con el resto, a la enigmática figura de Toño Salazar…
Se dio una noche. Cubría yo para mi periódico un evento diplomático-cultural, en el que participaban personalidades nacionales y extranjeras. Fue Guillermo Machón de Paz, mi jefe de redacción, quien facilitó el encuentro.
– ¿Conoce a Toño Salazar…? -me preguntó Guillermo, al momento de presentármelo.
– Don Antonio… -comencé a decirle, sin ocultar mi sorpresa.
– Llámame Toño, a secas… – me respondió y sus palabras me sorprendieron, porque contrastaban con su porte y acento aristocráticos.
Era el momento ideal para una entrevista con alguien que, para entonces, no era tan fácil encontrar, bien por sus compromisos socio-intelectuales, o bien porque su estancia en El Salvador no era estable. El tiempo se anunciaba corto y, por tanto, aprovechable. Yo precisaba de una exposición corrida de Toño Salazar, para una ligera semblanza suya, muy sintetizada. Inició contándome su orgullo de ser tecleño-salvadoreño, su parentesco -primo- con Salarrué y su viaje a México en 1920, mediante beca, para estudiar arte pictórico. En 1923, se va a Paris y allá, durante su ejercicio diplomático, entabla amistad con destacados intelectuales, artistas y bohemios, de la época…
- ¿Entonces, fue allá donde hizo amistad con Nicolás Guillén, poeta cubano y embajador de Cuba en Paris…? -me atreví a preguntarle, conocedor yo de que Toño y Guillén, habían sido muy amigos.
- Claro… Ah, Nicolás, Nicolás…- me contestó entusiasmado, al tiempo que, con evocadores recuerdos humanísticos, me narraba anécdotas suyas con el poeta cubano.
Toño Salazar fue viajero sin límites: México, New York, Paris, Buenos Aires, Montevideo… y en todas aquellas capitales, quedó el sello de su envidiable arte, mediante caricaturas de famosos, cartones políticos, ilustraciones de corte clásico, todas consideradas, por la exigente crítica, verdaderas obras de arte. Son incontables las muestras de caricaturas de personalidades del mundo, especialmente de intelectuales; Picasso, García Lorca, Darío, Claudia Lars, Unamuno, Mark Twain, Joyce, Dalí, Neruda, Golda Meir, García Márquez, Salarrué… y del mimo Toño Salazar, entre muchísimas más. Sobre las motivación/realización de su obra, solía decir: “Los dibujos nacieron, aparecieron, en los mármoles de las mesas de los cafés, en los manteles manchados de vino, en pedazos de papel secante y sobres ajados y melancólicos…”. Tales eran, sin duda, la expresión y vivencias genuinas de un también genuino artista bohemio.
Después de más de dos décadas de vida diplomática, alternada con las delicias del arte, Toño Salazar regresó para quedarse en El Salvador y, por aquellos aciertos de justicia intelectual que, a veces, se dan en el contexto nacional, en 1978 Toño Salazar recibió el Premio Nacional de Cultura, merecido homenaje a un hombre, cuyo talento dio a conocer a El Salvador en distintos países del mundo, como persona, gran caricaturista y diplomático.
Como todo, un día de 1986, Toño Salazar también se fue. Aquejado de grave enfermedad, Toño murió. Se fue un 31 de diciembre, como se van los años en todos los diciembres. Siempre recordaré la noche aquella, en la que pude conocerlo y disfrutar su amena conversación, que sería como la puerta de entrada a una amistad brevísima, pero muy apreciada, como para hace realidad un deseo mío de hacía mucho tiempo. Ahora, el artista es sólo recuerdo, perpetuado en su magnífica y universalizada obra. Obra producto de la recia personalidad de Toño Salazar, expresada a través de un lenguaje puro, con acento aristocrático, aunque sencillo y claro; o sea, la conjugación auténtica del intelectual y el diplomático, que supo honrar y enaltecer el nombre de El Salvador, durante varias décadas.