Este domingo 15 de agosto se cumplen 104 años del nacimiento del salvadoreño más universal, santo patrono de los derechos humanos y profeta de la llamada justicia transicional; este domingo 8 de agosto se cumplió un año del fallecimiento del misionero claretiano catalán, quien dedicó más de medio siglo de su existencia a defender la dignidad vulnerada de las comunidades en la región del Araguaia, Mato Grosso, dentro de la Amazonía brasileña. Ambos, prelados de la Iglesia católica. El primero, Óscar Arnulfo Romero arzobispo mártir; el segundo, Pedro Casaldáliga, obispo poeta que denunció los ataques a este provenientes de otros integrantes de la Conferencia Episcopal de El Salvador (CEDES).
“¡Pobre pastor glorioso, abandonado por tus propios hermanos de báculo y de mesa! Las curias no podían entenderte; ninguna sinagoga bien montada puede entender a Cristo”, escribió don Pedro con verdad. Prueba de ello es el Cable Nº 325, del 22 de diciembre de 1978, en el cual el entonces embajador argentino acreditado ante el Gobierno salvadoreño ‒Julio Peña‒ notificaba a su superioridad que el enviado del Vaticano para investigar las denuncias recibidas sobre Romero por su “actitud” contra las autoridades estatales y los demás obispos, sus homilías “incitando” a la “rebelión” y la “colaboración de sacerdotes con grupos subversivos”. Peña consideraba que su “informante” tenía la “firme convicción” de que monseñor Antonio Quarracino, el delegado de la Santa Sede, había constatado “dichas denuncias” durante su visita al país.
Quarracino era obispo de Avellaneda, Buenos Aires, durante la época; él recomendó nombrar un administrador apostólico para la arquidiócesis de San Salvador. En su “diario personal”, Romero que semejante propuesta además de “ineficaz” era dañina pues ‒entre otras consecuencias‒ neutralizarían “enormemente” su voz. Antes, el 3 de abril del citado año, monseñor Pedro Arnoldo Aparicio y Quintanilla siendo presidente de la CEDES firmó y envió un documento al nuncio Emanuele Gerada, acusando falsamente al arzobispo por su “predicación subversiva” y otras “linduras” más. La maquinación de Aparicio y Quintanilla ‒conocido ampliamente como “el Tamagás”‒ fue acompañado por los obispos de Santa Ana, San Miguel y el auxiliar de Romero.
Hay muchas referencias más a esos mezquinos ataques en los resúmenes que el “mártir del hospitalito” grababa, dejando constancia de lo ocurrido durante los días de su período arzobispal; aunque no fue esta una práctica que desarrolló siempre, sí lo hizo de forma constante y así se pudo conocer el rastrero proceder de ‒en palabras ya citadas de Casaldáliga‒ sus “hermanos de báculo y de mesa”. Pero también el bardo de Mato Grosso dejó claro algo: que Romero no estuvo solo. Por eso escribió: “Tu pobrería sí te acompañaba, en desespero fiel, pasto y rebaño a un tiempo, de tu misión profética”. Además, reveló quién lo canonizó: “El pueblo te hizo santo. La hora de tu pueblo te consagró en el kairós. Los pobres te enseñaron a leer el Evangelio”.
Y eso último no ocurrió al tomar las riendas de la arquidiócesis metropolitana. En su primer pronunciamiento oficial como obispo de Santiago de María y sin que ningún grande lo hubiese “convertido”, quien sería luego la “voz de los sin voz” ya hablaba por la gente más excluida denunciando la injusta desigualdad social, económica y política que prevalecía en el país. “No estaría completa mi palabra de pastor –escribió en mayo de 1975– si no se refiriera a esta alarmante situación concreta en que tiene que vivir y moverse la Iglesia en esta región de la patria, tan privilegiada en dones naturales, pero que gime […]”.
“¿Cómo pueden –cuestionaba entonces el ahora san Romero de América– florecer las vocaciones y los carismas que El Salvador está suscitando, en un ambiente que materializa y enerva los corazones por demasiadas comodidades y demasiadas incomodidades?”. Desde entonces, pues, el hombre fue un pastor incómodo cuando en Santiago de María se topó con la miseria.
Y ahora lo seguiría siendo ya que ‒tal como lo aseguró el 24 de julio de 1977‒ la Iglesia “no puede callar ante esas injusticias del orden económico, del orden político, del orden social. Si callara, la Iglesia sería cómplice con el que se margina y duerme un conformismo enfermizo, pecaminoso, o con el que se aprovecha de ese adormecimiento del pueblo para abusar y acaparar económicamente, políticamente, y marginar una inmensa mayoría del pueblo”. Hoy continúa lo primero; por tanto, permanece vigente la voz del santo exigiendo a la jerarquía católica asumir su misión iluminadora para contribuir al despertar de quienes aún están fuera del “3 %”.