Por Álvaro Rivera Larios
Bukele es la última etapa de una descomposición que viene de lejos. Está donde está, con el abrumador respaldo ciudadano que obtuvo, gracias a la tremenda crisis de credibilidad de “los partidos democráticos y republicanos”. Porque la República estaba en crisis, Bukele llegó al poder. Porque la democracia estaba en crisis, Bukele llegó al poder. Su desprecio de la política se engendró en el oscuro vientre de nuestra política. En ese sentido, Bukele es un hijo de Arena y el FMLN.
Digo esto para establecer una distancia saludable con el maniqueísmo de una oposición que condena al “dictador” sin molestarse en explicarlo. Parecería que Bukele es un ente maligno aparecido de pronto como una anomalía monstruosa en el cielo azul pastel de una democracia impoluta. Las malas andanzas de nuestra democrática república en la posguerra no tendrían nada que ver con la meteórica emergencia del actual gobernante.
Esa idealización del pasado político inmediato, para destacar más las negras cualidades del actual presidente, sirve como carburante ideológico para movilizar a los nuevos “freedom fighters” que recorren en masa las calles de nuestras ciudades, pero vale muy poco, por no decir nada, como un diagnóstico de la crisis política que vivimos.
Lo que se disculpa como propaganda opositora, al ser trasladado al análisis político es simplemente ceguera, pereza mental interesada, distorsionado planteamiento del problema. Si salen a defender la democracia a partir de un diagnóstico torcido, poco se podrá esperar de tan auténticos y apasionados paladines de la libertad.
Se llora mucho ahora por la asesinada independencia del poder judicial, olvidándose cómo Arena en solitario lo instrumentalizó y cómo también negoció con el FMLN la composición de la CSJ y la titularidad de la FGR. Este legado se muestra en toda su crudeza ahora que tenemos un partido con mayoría parlamentaria suficiente para decidir en solitario, sin el menor disimulo, el destino inmediato de uno de los poderes del Estado. El monstruo que ahora tenemos se vino incubando durante treinta años, sin que nadie llorase lo suficientemente alto por nuestra maltrecha justicia.
Se llora por las formas de la democracia, olvidándose que una democracia sin contenido no es más que un ritual engañabobos bastante útil para adoptar medidas legales que lesionan los intereses de la población. La privatización de las pensiones y la dolarización fueron medidas formalmente democráticas que beneficiaron a unas elites en contra de los intereses generales de la ciudadanía.
No hay que engañarse, hay una gran parte del pueblo que apoya la deriva autoritaria de Bukele y este posicionamiento no hay que reducirlo tan solo a una falta de inteligencia política, hay que ir más allá o más atrás y buscarlo también en el descredito de nuestras instituciones democráticas y los partidos que nos han gobernado durante los últimos treinta años.
El pueblo se equivocó al elegir a Bukele, pero solo se equivocan quienes se ven impelidos al cambio porque están hartos de una situación política determinada. Y ese hartazgo fundamental es un vuelco histórico que no acaba de entender esa oposición que llora exclusivamente por el calamitoso estado de nuestra democracia formal.
Así que no se trata solo de restablecer la República y la Democracia, dado que estas estaban podridas, se trata de refundarlas para que sirvan al pueblo y no solo a esas élites que las han instrumentalizado durante treinta años. Lamentablemente, por ahora, no existen fuerzas con el poder suficiente y la inteligencia política necesaria para emprender esa refundación. Torpe y autoritario, el gobernante; torpe y perdida en su propia propaganda maniquea, la oposición.