«A lo único que debemos temer es al miedo mismo»
FDR
Franklin D. Roosevelt allá por 1933, mientras la Gran Depresión había tocado fondo, les recordaba a los estadounidenses que lo único a que le debían temer era al miedo, exhortándolos a no aferrarse tanto a las cosas materiales y a comenzar por uno mismo.
Señalaba en mi sociobiomitografía “Semos malos” que la primera condición para poder restaurar al país es comenzando por uno, dándose cuenta que hay algo malo en uno y querer tener la voluntad de cambiarlo. De eso a la práctica hay mucha distancia.
Dicho libro se agotó en la primera edición. Mientras hacía las presentaciones ante decenas de universitarios salvadoreños, ante gente común e incluso las presentaciones realizadas en algunas universidades de Inglaterra y Estados Unidos, la gente se reía con los relatos del libro. No lo pensé gracioso, sino que quise retratar nuestra realidad e inculcar la necesidad de un cambio desde el interior, un cambio honesto, por pequeño que fuese, pero honesto. Hablábamos de la honestidad que nos hace falta. Les contaba que si a alguien se le cae una moneda de $0.25 corremos a ponerle el pie encima para rápidamente hacérnosla nuestra. Charlábamos de que la culpa siempre es del otro y nunca nuestra: que el bus se atrasó, que no me encendía el carro, que se me acabó el saldo, etc. Usamos más que nadie las composiciones con el pronombre “se” en lugar de aceptar nuestro error: se quebró la taza en lugar de la quebré. Conversábamos de la bondad que nos rebalsa al darle al mendigo la tortilla más dura, los guineos que ya no queremos, los frijoles que se están arruinando y la ropa que está rota. Pasamos también por nuestro amor -y preferencia- a lo extranjero y nuestra negación ancestral de cualquier grupo indígena, porque al final, ser indio es ser feyo y bruto.
Y la gente se reía. Reconocían su error -o sus errores- y seguían atentos. La gente estaba llena de por qué esto y por qué lo otro, pero no hubo nadie a quien le saliera un “¿Qué debo hacer yo para cambiar?”.
Hay quienes sugieren que las cosas se arreglarán no de forma individual sino en la colectividad. Funcionaría en otro lado menos con salvadoreños. En Milwaukee, la ciudad donde he vivido, siempre me he jactado de ser el único salvadoreño. ¡No hay una comunidad de salvadoreños! Comunidad no, salvadoreños sí. Poco a poco me he dado cuenta que a los salvadoreños no nos gusta comulgar con los salvadoreños para que no nos etiqueten como grupo de maleantes. Me fui un buen día a sentar al único restaurante salvadoreño que anuncia “Mexican Food” en su vitrina, y quería preguntarle a las personas que llegaban de dónde eran. Detectaba algún acento usuluteco y me acercaba. Las personas decían ser mexicanas o puertorriqueñas o lo que fuera, menos salvadoreñas.
Sin generalizar, hay comunidades de salvadoreños que sí funcionan, y muchas veces giran al rededor de alguna institución religiosa. Pero la norma es cada quien por su cuenta porque la gente teme al qué dirán, no se quiere a sí misma, no se ve como personas valiosas por el simple hecho de arrastrar todo el concepto que los otros tienen de nosotros en lugar de darnos el puesto, primero, como personas y después como salvadoreños. Ese miedo a superar el lastre que nos ha resquebrajado por siglos nos ata, pero el momento de soltarnos y aceptarnos es hoy.